El día había llegado. Cuando el señor Ishido-san se inclinó frente a Shigeru, éste sabía que era el momento de demostrar quién era. El sol revivía todo el cielo; las nubes, una a una, se trasladaban apaciblemente sobre el prado celestial. El silencio, como el oro, brindaba honor a quien lo sentía de verdad.
Shigeru tenía miedo.
Yamamoto llegó a la hora exacta de la supremacía solar. En sus ojos, la evidencia de la venganza era visible en todo su esplendor. ¿Por qué? ¿Cuál era su motivación? ¿Quién era Shigeru y qué representaba para él? Ishido-san se limitaba a meditar en silencio mientras que sus cabellos dulcemente se mecían al compás del viento sereno. Los nervios de Shigeru también eran notables, pero su corazón ya estaba en sintonía con el ambiente que lo rodeaba. Recordó por unos instantes los entrenamientos en el Jardín de Om, bajo las sombras de las agonizantes ruinas del templo Mu Shao. Pudo ver entre sus pensamientos la intensidad de las lecciones y preceptos del señor Ishido-san: “la mente y el alma pueden ser un solo ser”, le decía, “y sólo los que gobiernan sus instintos logran fusionarlas en un ente feroz”.
La mañana era un cúmulo de sentimientos solemnes. Yamamoto levantó el cuello en señal de querer comenzar la pelea. Con un leve movimiento de la muñeca derecha, Ishido-san dio por iniciado el encuentro. Shigeru no estaba del todo listo, y tuvo que sacrificar sus deseos para esquivar la voracidad del enemigo. Cuando Yamamoto lanzó su primera patada frontal, seguida de un regreso predecible, el joven de Kasukabe respondió con una repetición de golpes conectados; pero la velocidad de Yamamoto aumentó de pronto y fue sencillo para el guerrero esquivar dichos ataques. Esta pelea era la culminación en la temprana carrera de las artes marciales de Shigeru. Su destino, aunque roto, tenía la certeza de comenzar un nuevo despertar a la desolación de una vida insípida… casi fugaz.
¿Cuál fue el inicio de todo?
Izuna Shigeru había nacido en Kasukabe en 1982. Sus padres, jóvenes trabajadores que decidieron unir sus vidas a la orilla del hermoso lago Inba-numa, se esmeraron por crear una familia feliz y discreta, alejada de todo el lujo que Shibuya les ofrecía cuando estudiaban en la ciudad. Lejos de desmentir sus tradiciones, la pareja buscaba una identidad nacional al ser amantes de sus costumbres y de ponerlas en práctica como filosofía de vida. Cuando joven, el padre pescador de Takamura le había instruido en el arte de la defensa como un regalo, puesto que él no tuvo la suerte de contar con una figura paterna que le mostrara ese camino, y es así como éste, de igual modo, introduce a un pequeño Shigeru al camino de la mano vacía cuando su afición a la necedad estaba floreciendo. La madre, abnegada y dulce mujer, les preparaba un poco de ryokucha todas las tardes al volver del entrenamiento. Era el momento del día más feliz para Shigeru, que amaba el té más que nada. Y su infancia era sencilla: la escuela, los niños y sus juegos en el parque luego de las tareas, las enseñanzas de su padre… Todo parecía marcharle bien al niño de los Izuna; pero como se sabe, estas historias nunca pueden prosperar en buenos términos, pues la vida debe inclinarse en un equilibrio casi perfecto para que la humanidad comprenda sus debilidades una y otra vez. A la edad de 15 años, Takamura volvió de su jornada con una severa herida en el estómago, producto de un robo que se había efectuado una hora antes de regresar a su casa. El dolor que soportó el padre de Shigeru fue su último regalo, puesto que le demostró a su hijo que el dolor debe afrontarse y que bajo ningún pretexto debe pasarse por alto, pues el dolor, ese dolor humano que arremete al mundo y lo devuelve a la realidad, los hacía seres racionales y libres. Lo único que en verdad era puro para cualquier ser vivo.
Luego de la muerte de Takamura, Shigeru y su madre viajaron a Tokio con la ambición de encontrar una nueva vida, alejada de los problemas que las sombras del pasado traían a sus recuerdos. En el trayecto, cerca de Shinjuku, hallaron a un viejo que fumaba una bella pipa labrada y que estaba sentado a un costado del camino. La madre, Kushina, se acercó al viejo y le reconoció luego de observarlo por un momento: era Ishido Yasunari, un antiguo amigo de su padre y experto en el cultivo de mandarina. Ishido-san estuvo contento de volver a ver a la hija del entrañable Goemon, y prometió visitarla en cuanto se instalara en Tokio, primeramente ofreciéndole hospedaje por esa noche en su pequeña vivienda, a un lado del sendero. Kushina aceptó y pasaron la velada recordando los tiempos en los que su padre Goemon era feliz sin darse cuenta de ello. Y mientras transcurría la noche, Shigeru tuvo sueño.
Cuál sería la sorpresa de Shigeru por la mañana cuando, al despertar, Ishido-san lo miraba desde hacía un rato. “Tu madre se ha marchado. Me pidió que te cuidara mientras ella encontraba algo para ambos”. Estas sentencias no le hicieron mucha gracia a Shigeru, y su corazón, resentido por la muerte de su padre y la fuga de su madre, despertaron en él un rencor que crecía y crecía conforme pasaban los años. Entonces su crecimiento fue duro, pesado para el muchacho que ahora se declaraba huérfano. Y su nuevo tutor, que no dejaba de observar sus conductas, un día cualquiera lo despertó y le dijo que era posible canalizar toda la rabia que tenía en su alma para usarla en algo valioso. Algo que le diera honor para el futuro incierto. Shigeru lo pensó durante una semana y, cuando iba a comunicarle a Ishido-san su decisión, el viejo maestro ya estaba a un lado del camino para comenzar el entrenamiento.
“Ishido-san”, decía el joven, “alguna vez mi padre me enseñaba las artes marciales, pero jamás comprendí que podrían servirme para algo en realidad”. “Tu cabeza”, dijo el viejo, “está llena de obstinación. Debes ser uno con todo lo que hay a tu alrededor, Shigeru-kun. La bendición de la disciplina te dará la libertad emocional que tanto te hace falta”. Y ese entrenamiento estaba a la par del trabajo que desempeñaba Shigeru, pues era labrador y también pescaba como su abuelo. Eran los mejores medios para subsistir.
La pesca en Minato era un tiempo de meditación ininterrumpida. Ishido-san tenía la costumbre de hacer reflexionar a su joven compañero sobre todo lo que pudiera causarle malestar: los problemas con sus padres, la falta de amigos y conocidos, la búsqueda de su yo interno, perdido hace tiempo por culpa de las circunstancias… Todo estaba ahí, en la pesca. Y cuando era turno de arar la tierra, Ishido-san trataba de disciplinar al muchacho con ejercicios que fortalecieran su cuerpo y resistencia. De cierto modo, la filosofía del viejo encajaba con las enseñanzas de Takamura cuando él era un niño: “no lo olvides, Shigeru-kun: el dolor y el sufrimiento pueden ser parecidos, pero sólo uno de ellos es el que te abre las puertas de esta vida. Jamás pases por alto las enseñanzas del Gran Maestro Gotama, hijo mío”.
Los golpes, patadas, katas y demás tecnicismos en el combate a mano vacía sólo los practicaba por las noches. No eran necesarios en la visión de Ishido-san. Para aquella época, a finales de los años noventas, Shigeru se formaba un carácter menos negativo, a la par de que sus pensamientos eran más claros; transparentes cristales en el río eran los habitantes de su mente. Desgraciadamente una mañana, cuando se preparaba para ir a Minato, Atsuka Yamamoto se postró frente a la casa de Ishido-san. El sujeto exigía ver al viejo porque decía que había abandonado a su padre años atrás. Ishido-san le había hablado a Shigeru sobre la familia Atsuka: linaje guerrero, los Atsuka tenían la mentalidad de acabar con sus enemigos sin misericordia alguna. Las acciones de esta familia deshonraban la visión de Ishido-san, y el viejo, percatándose del hecho, abandonó un día la residencia y jamás se volvió a saber de él. Yamamoto lo halló luego de dedicar parte de su juventud en la búsqueda de un anciano agricultor que había estado en Yokohama en los años sesentas. Entonces se le había hablado al único heredero de los Atsuka de este hombre y que debía encontrarlo para hacerle ver que ellos ya no necesitaban a un viejo desertor. Cuando Yamamoto estaba parado afuera de la casa, Ishido-san pensaba que Shigeru todavía no contaba con la experiencia necesaria para que enfrentara al último de los Atsuka. Salió de la casa y le dijo al hombre que fuera paciente. Si le daba tiempo al viejo para que pusiera en forma al discípulo que tenía bajo su tutela, éste sería el que terminara con esa disputa de una vez por todas. Yamamoto aceptó, a pesar de su cansancio y de saber que su única ambición debía efectuarla él contra el viejo y nada más de ese modo. Fue noble de su parte el aceptar la condición…
Luego de otro largo entrenamiento en la pesca y la labranza, Shigeru ya poseía un corazón noble y una meta fija: ayudar a su maestro. Era constante, disciplinado, un verdadero ejemplo de perseverancia y resistencia. Y cuando hubo llegado la fecha que Ishido-san le había dado a Yamamoto, entonces la pelea ya era un hecho.
Durante horas, Shigeru demostró agilidad, destreza, coraje, arrojo, todo aquello que necesitaba en una pelea de dos propósitos, pero Yamamoto era un rival duro, tozudo, un verdadero toro hecho hombre. ¿Cuál fue el resultado de la contienda? Luego de haberse lastimado el brazo derecho cuando quiso asestarle un golpe mortal al torvo sujeto, Shigeru recurrió a la disciplina del dolor, y pensó que ese dolor era el motor que le daría la victoria. Yamamoto aprovechó la oportunidad y con un puñetazo al estómago y una patada mortífera a las costillas, dejó inconsciente al joven de noble corazón. Yamamoto había terminado la batalla. Su fuerza se impuso en todo momento. Shigeru yacía tendido en el suelo, e Ishido-san bajó la cabeza en señal de derrota.
Pero ése no era el fin.