Fotografía de Gerardo Alquicira

El viejo asoma la cabeza con instinto de perro, ni un carro allá a lo lejos, y luego cruza la calle. En esos segundos de la tarde no pasa un alma, no existe un alma, no hay nada. Alto, delgado, erguido, casi sin pensarlo, Sebastián se encuentra ya en la otra acera. Bastón en una mano, suéter de intelectual en la otra, boina sobre la cabeza nevada, aquel ser camina por la calle de Manuel Bravo con destino al andador. Camina lento, ceremonioso. Unos pasos más y, al tocar la primera piedra de cantera verde de la iglesia de Sangre de Cristo, comienza el hechizo. Siente cómo se le restira la piel de la cara, siente cómo le cambia la distribución de las fuerzas en el cuerpo. No siente, pero imagina, su cabello volviéndose castaño, casi cobrizo, como era hace más de cincuenta años. Sebastián no se ha detenido ni un momento: él sigue andando y ya da vuelta en la esquina de la iglesia para subir la cuadra hacia Santo Domingo. Ahora es un joven que no pasa los diecisiete otoños. Anda, y sus pasos le resuenan en los oídos como los latidos en disparo del corazón cuando uno corre. Llegado el soplo preciso, alza la vista para contemplar la imagen naciente: ese magistral convento dominico que surge en el horizonte, interrumpiendo la tela extendida del cielo celeste y carente de nubes. Al llegar, distingue a la muchacha que busca: allá, detenida, muy quieta, contemplando inmutable la fachada principal del edificio. Se acerca hacia donde ella está, lentamente, como el asesino al acecho que mata por la espalda. Pero él no es en absoluto un asesino. Nunca ha sabido por qué, pero en ese punto del mundo, en el centro mismo de esa Antequera, el sol es más intenso: deja un lengüetazo imborrable de fuego en la piel.

Cerca ya, Sebastián extiende la mano para dejarla caer sobre el hombro desnudo de Sofía y poder acariciar esa piel blanquísima, pálida, impoluta, que dentro de muchos años estará tostada por la vida y por el astro mayor. Y, aunque no lo ve, ella lo distingue, sabe que es él y no dice nada, lo deja recorrer su cuello, acercarse al mentón, a los labios… hasta que siente la sombra de otro cuerpo abrazándola por detrás y plantándole un beso largo en la mejilla. Sofía oye correr el viento, inesperadamente frío aquella tarde soleada. Suspiran ambos y entonces empiezan a caminar, las manos juntas, dirigiéndose hacia la derecha, hacia esa calle que no lleva a ninguna parte. Al pasar junto a los magueyes que adornan la plaza, Sofía extiende la mano y roza la punta filosa con la yema de sus dedos. El viento vuelve a correr, cargado de esencias. Luego ella toma de su bolso un rebozo y se lo echa sobre los hombros, y así, las sombras que deja en el suelo de piedra danzan al aire. La sonrisa de adolescente tallándose delicadamente en aquel rostro.

A la sombra de los muros del convento, Sebastián y Sofía avanzan más lento que nunca. Otras pocas personas vagan apenas por ahí: un niño persigue en carrera, paralelo al suelo, las huellas de los rieles del tranvía. ¿Habrán visto ellos alguna vez el tranvía cuando pasaba por la ciudad, tanto tiempo atrás? ¿Se acordarán de cuando en cuando? ¿Lo recordarán ahora? Sí, lo vieron, pero no, no viene a su pensamiento ahora la imagen. Recuerdan mejor otros instantes pasados, escenas aparentemente desligadas de la realidad: cartas inundadas de perfume, Sebastián montado sobre un caballo llevándole gardenias a Sofía los domingos a la salida de misa de doce en la catedral, contactos de labios amparados en las fallas fugaces del alumbrado público, una boda prometida que nunca llegó a realizarse, la primera vez que ella escapó de su casa para encontrarse con él en las calles del centro histórico… Visiones de una Antequera que no va a volver a ser jamás.

Finalmente llegan a la puerta del Jardín Botánico, abierto sólo en aquellas horas de la tarde. Sebastián hace un saludo al guardia que cuida la entrada (regularmente le dejan algún billete para que los deje pasar sin más) y se adentran luego con paso rápido, sin perder segundos. Fugaz, Sofía echa una mirada distraída a los extranjeros que visitan el lugar. Al fondo, junto a un par de arbustos espinosos, la muchacha se deja caer sobre el piso cubierto de piedrecillas blancas. Sebastián la imita, se echa a su lado y su cara es iluminada de lleno por los rayos del sol vespertino. Ambos esperan atentos a que nadie venga, esa vieja costumbre de toda la vida. Sin embargo, no hay pudor, ni miedo, ni nada. Inclinándose sobre ella, el hombre, el muchacho une sus labios y comienza a acariciarle el cuerpo extendido bajo el firmamento. Los colores del día no han cambiado cuando Sebastián empieza a desabrocharle la blusa, a internar sus manos en la falda. A su manera, íntimamente, se desnudan por completo. Un dedo largo recorre la piel suave, virginal sin serlo. Y la mujer voltea la mirada para contemplar las plantas del jardín sin verlas en realidad. La familia de extranjeros no imagina siquiera lo que ocurre a doscientos metros de ellos, en un pequeño espacio a la vera de un árbol frondoso y detrás de los arbustos. Con las piernas cruzadas alrededor de las caderas de Sebastián, Sofía siente de nueva cuenta aquel viento, y siente también los lengüetazos del sol acariciándole la piel de los muslos, del pecho, los ojos cerrados. Y entonces lo besa para ahogar los gemidos, para no alterar el silencio infinito del lugar. Un suspiro entre dos bocas. Antes de caer rendido, Sebastián interna su cara en los cabellos largos y ondulados de Sofía, finísimas hebras titilantes de un café oscuro y oloroso. Luego deja que ella lo abrace y lo retenga, que busque en su cuerpo el aroma a libro viejo que tanto le gusta. Y más tarde, con una calma eterna, como si hubieran pasado semanas enteras, componen su aspecto, se acomodan las ropas, se reajustan los zapatos, se besan, y siguen sin decir nada. No hace falta mirar el reloj en la muñeca de Sebastián: súbitamente, trabajados por la repetición, se levantan y andan hasta la salida. En el camino, Sofía va dibujando la sonrisa de nostalgia que anticipa el encuentro de mañana y el de toda la vida: misma hora, mismo lugar, mismas calles, mismas personas, mismas sensaciones, mismos detalles, mismas pequeñas sorpresas.

Y después ella se marcha, sale del jardín, observa la calle de Reforma en busca de un vacío entre los automóviles que le permita pasar al otro lado. Y él se queda ahí, recargado sobre el muro de piedra antigua, viendo a la mujer con la que no pudo casarse hace más de cincuenta años por ser demasiado pobre y con la que ahora no se casa porque sencillamente ha pasado demasiado tiempo. Luego de cruzar, desde la otra acera, Sofía vuelve la vista y echa una mirada de despedida. Aquella mujer que camina sola mientras el cielo oscurece, una señora que pasa ya los sesenta y tantos perdiéndose en la infinitud del crepúsculo en esa ciudad tan extraña, una luna que se derrama en sus cabellos y los tiñe con su luz, Sofía volviendo a tomar el chal para protegerse del frío y de la edad, aquella mujer alejándose del hechizo de las calles.

Escrito por:paginasalmon

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