Fotografía de Manuel Alejandro
El primer susto: mi celular sonando a las cuatro de la mañana. El segundo: ver que se trataba del número de mi hermana. Pensé que algo había ocurrido en casa, así que contesté nerviosa, esperando una mala noticia. Pero no. Mi hermana saludó escuetamente, como solía hacerlo, y me dijo que Alonso Guevara vendría a visitarme dentro de cuatro semanas para comunicarme algo muy delicado. Me quedé callada esperando más detalles, pero eso fue todo lo que me dijo. Pensé que había escuchado mal el nombre, producto del sueño interrumpido, así que le pedí, calmada, que me dijera más despacio quién quería visitarme y qué era lo que iba a comunicarme. Se quedó callada, como dudando, y después de uno de esos silencios que desesperan más cuando ocurren a altas horas de la madrugada, me repitió lo mismo, tal cual, sin modificaciones. Esperé unos segundos y le dije bastante ofuscada que no era hora para chistes sin sentido. Y colgué.
Las dos horas siguientes apenas pude conciliar el sueño, teniendo la cabeza ocupada en el caldo de pendientes y tareas que me esperaban en el trabajo. Suspiré pensando que lo mejor sería empezar el día con una ducha. Mientras me bañaba, recordé la conversación que tuve con mi hermana y la manera como la traté. Tal vez, como también sonaba cansada, algún conocido mío la había llamado y ella pudo haberse confundido a la hora de transmitirme el mensaje. Decidí llamar a casa para quitarme la duda. Marqué el número y fue mi madre quien contestó.
—Mamá, ¿están todos bien por casa? Claudia me llamó temprano y pensé que algo había pasado.
—Sí, estamos bien. Tu hermana se ha ido a la universidad, pero me dejó el recado.
—Sí, sobre eso… ¿Qué es lo que quería decirme?
—Que Alonso Guevara vendrá a Lima para contarte algo muy delicado. Estate atenta.
—¿Quién? —pregunté alzando un poco la voz.
—Alonso Guevara.
—Pero…Bueno, mamá, se me está haciendo tarde para el trabajo; ya luego converso con Claudia, mejor. Te veo el próximo domingo para el almuerzo. Besos.
Había escuchado bien: mi hermana y mi mamá me dijeron lo mismo y no había espacio para una equivocación. Alonso Guevara vendría a visitarme, el problema es que yo no sabía ni tenía idea de quién era esa persona.
Durante el resto del día en el trabajo, tuve que ocuparme de otras tareas y acordar reuniones con los clientes. Olvidé por completo el asunto de la llamada. Ya preparándome para almorzar en el comedor, el jefe del área de comunicaciones se me acerca, cosa rara en él porque no era secreto que entre ambos existía una cierta rivalidad que se ocultaba gracias a la diplomacia del entorno laboral.
—Debes de estar emocionada —me dijo al segundo de sentarse en la misma mesa donde esperaba mi almuerzo.
—¿Por qué?
—Alonso Guevara vendrá a la ciudad a visitarte.
—Sí, estoy emocionada. ¿Me dejas comer tranquila? —dije mirándole a los ojos, cosa que detestaba.
Ante mi cortante respuesta, hizo un gesto de extrañeza y se fue sin despedirse. Me sorprendió el control que tenía sobre mis gestos y expresiones: por dentro el terror me invadía. ¿Cómo era posible que él supiera algo que hasta el momento solo mi mamá, mi hermana y yo sabíamos? Sopesé diferentes teorías hasta que llegué a la más convincente: un par de años atrás, en una reunión por mi cumpleaños, invité a mi casa a varios amigos y conocidos de la empresa, y entre ellos se encontraba el desagradable jefe de comunicaciones. En esa reunión también estaba mi hermana, así que cabía la posibilidad de que ambos hubiesen interactuado y hasta tenido alguna aventura. Tal vez mantenían comunicación hasta ahora, así que Claudia, para hacerme pasar un mal momento, habría acordado con ese sujeto jugarme una broma. Era la explicación más lógica y me llenó de tranquilidad, pero a la vez de cierta repulsa, pensar que alguien como él tuviera relación alguna con un miembro de mi familia. Ante la respuesta que me di, opté por ignorar ese absurdo complot.
A la semana siguiente, no recibí llamada ni de mi mamá ni de mi hermana y durante esos días solo intercambié temas puntuales con mis compañeros de trabajo: la pesada broma de la que fui víctima había muerto sin pena ni gloria. Sin embargo, un viernes, esperando el taxi, se acerca Ernesto, uno de los practicantes. No tenía cabeza para atenderle, pero noté desde lejos su rostro confundido. De seguro, pensé ingenuamente, deseaba alguna ayuda con su trabajo.
—Amiga, ¿cómo vas? —me preguntó.
—Algo apurada. ¿Qué tal tú? ¿En qué te puedo ayudar?
—¿Ya te estás preparando para la visita de Alonso Guevara? —preguntó un poco preocupado.
—Ernesto, estoy muerta y mi humor no da para esta mierda. Por favor, no te olvides de terminar los informes que te pedí. Besos— dije y subí al taxi.
Que un equis como Ernesto se tomara la confianza de unirse al chiste, fue suficiente. Estimé como momento oportuno encarar a mi hermana el domingo, durante el almuerzo familiar que hacían mis padres para mis tíos y primos cada mes. Quería aclarar las cosas y terminar con todo lo que me estaba incomodando. Llegado ese día, en medio del ruido de tenedores y bocas masticando, inicié la conversación:
—Mamá, la semana pasada Claudia me dijo que alguien vendrá a visitarme.
—Sí, Alonso Guevara —respondió mi padre.
—No conozco a nadie que se llame así, papá.
—¿Cómo no lo vas a conocer si vendrá a visitarte? ‒intervino mi tía Janeth.
—No lo conozco, tía. ¿Ustedes sí? —dije mirando a cada uno de los presentes. Como vi la sorpresa en sus rostros, retomé: —A ver, ¿me pueden explicar cómo ustedes saben que alguien que no conocen y que nunca he visto va a visitarme?
—Porque me llamó —dijo mi hermana.
—¿Por qué te llamó? ¿Qué te dijo? ¿De dónde nos conoce?
—No lo sé. Solo me dijo: “Soy Alonso Guevara. En cuatro semanas iré a Lima para visitar a tu hermana: tengo algo importante que comunicarle”.
—¿Y no le preguntaste cómo tiene tu número? ¿Por qué no me llamó directamente a mí? —le pregunté alzando un poco la voz.
—No lo sé, eso fue todo, no tuve tiempo de contestar.
—Hija, cálmate —dijo mi padre—. Estamos en la mesa, en familia. Si tienes algo con alguien, no debes incomodarte.
—La verdad es que no me parece gracioso —respondí y me levanté de la mesa.
Pedí el taxi con dirección a mi casa. El hecho de que mi familia jugara así conmigo era demasiado. Hubiera seguido inmersa en ese pensamiento de no ser porque el taxista no dejaba de mirarme a través de su espejo. Me armé de valor y le pregunté qué sucedía. Él, asustado por mi reacción, me preguntó si mi nombre era el mismo que había leído en la aplicación.
—Sí, soy yo. ¿Por qué la pregunta?
—Es que quería saber si ya está haciendo los preparativos para la llegada de Alonso Guevara.
—Sí, todo está quedando muy lindo —respondí haciendo un enorme esfuerzo para guardar la compostura—. ¿Cómo sabe que vendrá a visitarme?
—Lo escuché en la radio.
El taxista cambió de tema como si lo que me hubiera dicho fuese un comentario suelto sobre el clima. Traté de hacer memoria cuando llegué a mi casa. Pensé que, tratando de llegar al fondo de un mal chiste, estaba obviando algún detalle. Tal vez el tal Alonso Guevara sí existía y vendría a verme para decirme algo importante. Pero estaba el tema de dónde lo conocía, qué quería decirme y cómo la noticia había trascendido fuera de mi círculo más cercano. Debía resolver todas esas preguntas. Prendí mi laptop y coloqué su nombre en todas las redes sociales que usaba. Inspeccioné mi historial de reacciones, comentarios y etiquetas; busqué en Facebook e Instagram y también en de los contactos de mis amistades y conocidos, pero nada. Me salieron varias personas con su mismo nombre, pero no existía ninguna relación conmigo ni con mi círculo cercano. Decidí tomar mis precauciones.
Fui a la comisaría de mi distrito para poner una denuncia por acoso y pedir garantías, pero el policía que me atendió dijo que sabía a lo que venía y que no tenía que preocuparme. Antes de estallar le pregunté si ellos sabían quién era Alonso Guevara, y me contestaron que no, que nadie sabía y que no les competía a ellos saberlo. También fui a la radio donde se trasmitió por primera vez la noticia, porque tenía a una conocida trabajando ahí; pero lo único que me dijo era que el tal Alonso había llamado a la radio diciendo lo que yo ya sabía. Le pregunté si acaso alguien indagó quién era él y cómo era posible que rebotaran una noticia que ni ellos mismos entendían con exactitud. Su respuesta fue la misma que me dio el policía.
En los días siguientes la gente no dejaba de acercarse a preguntarme si estaba preparada, si podían ayudar en algo o si podría darles la exclusiva cuando todo pasara. La ansiedad y la presión perjudicaron mi desempeño en el trabajo; mi jefe, más comprensivo que nunca, me dio tres días de descanso para que tuviese todo preparado. Solo me quedó agradecerle. Pensé por un momento en salir de la ciudad ese día, pero supuse que solo alargaría las cosas o desencadenaría algo desconocido. Por eso decidí quedarme a esperar.
Hoy es el día. Estoy sentada esperándolo. He preparado café por si desea. Finalmente podré salir de esto. Tocan el timbre, parece que es él.
***
Se acaba de ir. Escribo estas líneas después de nuestro encuentro; conversamos cerca de dos horas. Ante la pregunta que tú también debes de estar haciéndote sobre quién es y qué me dijo, te diré que ciertamente todavía no lo tengo claro.