K estaba viendo la pared en la sala de espera, sabía que debía mostrar una actitud martirizante, pero como solo estaba la secretaria, podía relajarse. Era la trigésima vez, en un periodo de 1295 días, que venía al consultorio. Su hijo, KJ, sin aviso alguno se quedó congelado en el tiempo. Su única expresión era una sonrisa como la del gato de Cheshire. Ningún doctor pudo cambiar su expresión o decir el porqué de esa situación. El cuerpo de su hijo funcionaba correctamente, pero algo en su cerebro lo convertía en un muñeco de trapo.
K jugó el papel de buena madre demasiado bien porque en verdad se lo creyó: la madre que solo vivía por su hijo, la que siempre estaba triste y preocupada, atenta por si KJ había pestañeado, o había dado cualquier señal de que volvería a ser un niño otra vez. Sin embargo, no le dio nada a que aferrarse y con el tiempo los arrepentimientos de K se transformaron en rencores, y poco después, se convirtieron en aburrición.
J, su esposo, fue de ayuda las primeras semanas, pero después, la aberración a su hijo fue creciendo hasta que no pudo seguir en esa casa. No podía comprender cómo había hecho algo así. Se convirtió en la víctima y huyó sin sigilo. K no estaba enojada con él, estaba enojada por no haber huido primero. La relación de ambos estaba peor que el estado de su hijo, solo necesitaban una excusa para empezar a olvidar sus rostros. J envía dinero cada fin de mes, era su expiación y validación para comenzar su vida desde cero, hacer todo bien. K quisiera que no enviara nada, así sería más fácil odiarlo, pero está demasiado cansada como para darse ese lujo.
Si pudiera se dormiría en el sillón, pero qué clase de madre se atrevería a dormir sin culpa. La vida de K ya no era suya, todo se basaba en su hijo, era la pobre madre que trabajaba todo el día para mantener con vida a esa cosa que nadie puede ver, mas que ella. Antes odiaba salir con él, todo el mundo mirando, juzgando y agradeciendo a Dios que no eran ellos con ese destino. Ahora con diversión, imaginaba cada pensamiento de los extraños: “Tal vez ella lo envenenó”, “fue un castigo divino”, “su padre abusó de él toda su vida”. Ojalá que todo fuera tan simple.
–Uno esperaría nuevas revistas con los precios que pagamos –dijo K en voz alta para molestar a la secretaria que no apartaba la mirada de su computadora. Ella estaba aterrorizada de KJ, cosa que a K le causaba gracia, quería saber por qué, quería entrar a su mente y entender ese horror infantil. Sabía que no era decente hacer tales preguntas, así que cuando podía, aproximaba la silla de ruedas tan cerca del escritorio, que la pobre secretaria parecía tener un ataque de pánico. K se reía internamente cuando la mujer, con lágrimas en los ojos, tenía que rehacer el recibo por quinta vez porque no podía concentrarse.
–No se preocupe señorita, con calma – decía K burlonamente.
K nunca le temió a su hijo, lo llegó a odiar, pero no era culpa del pobre. ¿O sí? De madrugada pensaba que su hijo tal vez lo hacía a propósito, que su nacimiento solo era una maldición para ella, otras noches pensaba que su hijo estaba poseído por un demonio que quería dominar a su familia, y en otras creía que era un alienígena esperando el momento adecuado para conquistar la tierra. Luego entendía que ella era igual que los extraños que la juzgaban, así que se reía internamente. La verdad, es que fue pésima suerte. La sonrisa de K desaparecía cuando recordaba que tendría que esperar toda su vida por una respuesta. Las personas libres nunca tienen que esperar.
Su situación se hacía más obvia cuando venía al consultorio, el doctor siempre se tardaba más de lo usual. Luego recordaba que no tenía a ningún lugar a dónde ir y se reía por dentro. Lo adecuado sería que las citas se mantuvieran al pie de la letra, pero el doctor tiene las mejores excusas. Por ejemplo, justo ahora salía una madre llorando con un bebé de dos años dormido en sus brazos. La secretaria, inmediatamente ayudó a la mujer y trató de consolarla. K observaba fascinada, volteó a ver a la enfermera de KJ, que, con cara de angustia, buscaba su aceptación para ir a apoyar a la pobre madre. K asintió con su cabeza, no quería ser cruel, si ella no podía sentir, no iba a causar que los demás pasaran por lo mismo. Además, K ya se había acostumbrado a su compañía, y encontrar a alguien nuevo sería molesto. Aunque con lo sucedido en la mañana, le daba dos semanas más antes de que la enfermera cambiara de profesión.
–¿Qué le pasa a KJ, señora? –El doctor siempre iba al grano, por eso le agradaba a K.
–Tiene una mosca dentro de su ojo. La intenté quitar, pero parece que está aferrada al iris.
El doctor se puso su equipo técnico y miró el ojo. En efecto, había una especie de mosca nadando en cámara lenta dentro del globo ocular.
–¿Cómo pasó esto?
–En la mañana, como a las seis, fui a rellenar la botella de gotas, y cuando volví, esa cosa estaba ahí. De la nada. No sé qué pasó. –La enfermera interrumpió creyendo que podían culparla por lo sucedido.
La mosca seguía su camino sin prisa o preocupación. Si no estuviera en un ser vivo, tal vez podría considerarse arte, pensó el doctor.
–Señora, tendremos que hacer varios estudios. Sé que sueno como un disco roto, pero no he visto esta condición en nadie más. En el peor de los casos, tendremos que remover el ojo de su hijo.
La enfermera, asustada, se llevó las manos a su boca y lloró con terror. Una semana menos. K le paso una caja de clínex y contestó calmada.
–¿Qué es lo primero que tenemos que hacer?
K estaba sola con su hijo. La enfermera había renunciado prometiendo que su reemplazo llegaría en la mañana. K no se negó ni preguntó por qué, le deseó la mejor de las suertes y se despidió. La operación de KJ había salido bien, los estudios habían concluido que esa mosca había infectado el ojo y echado a perder su funcionamiento. Así que lo mejor que había que hacer era extraerlo. La mosca siguió nadando a pesar de que el ojo fue extirpado, K quería guardarlo, pero sabía que necesitaban hacer “más estudios” y que iba a resultar tétrico de su parte. Lo que sí pidió fue un ojo de cristal para KJ, no es que lo necesitara, pero era para que la nueva enfermera se sintiera menos incómoda.
K sabía que no iba a dormir en toda la noche y ella estaba de acuerdo con eso. Lo más tedioso era lubricar los ojos, aunque ahora sería la mitad del trabajo. Pensó en pedirle al doctor que le quitara el otro de una vez, pero sabía que era cruel.
–¿Cruel? –lo dijo en voz alta– Cruel es el estado que tiene mi hijo. Cruel es lo que tengo que sufrir por él. Me he convertido en una extensión suya, no tengo nada más porqué vivir.
¿Amaba a su hijo? Ya se le había olvidado. ¿Importaba? No. K estaba sola, perdida y cansada. Todo el tiempo hacía lo posible para estar cansada y no pensar, eliminó su persona por partes para estar en paz, pero ahora, eso no le bastaba, quería volver a vivir, pero ese deseo solo le causó más daño.
K no quería pensar, pero no podía evitarlo. Sabía que sería sencillo hacerlo, nadie iba a cuestionar o juzgarla. Había pasado la meta donde se consideraría una mártir. Si jugaba su papel de la forma correcta hasta se haría una estatua en su honor. Pero todavía le importaba su hijo. Tal vez en un futuro lo logre hacer, cuando en verdad no le importe nada. Por fin será libre. Tal vez un día pase eso, pero ahora K tenía que cuidar a KJ.
K se imaginó que de su boca salían varias moscas y cubrían de pies a cabeza a su hijo. Después de cinco años se echó a reír por primera vez.
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