Le prometo que todos en el salón coincidimos en que seríamos capaces de estrellarnos a propósito si la situación lo requiriera. Lo admitimos a voces, claro. Mirábamos de reojo que el profesor no apareciera en el marco de la puerta y fuera a escucharnos. No podíamos evitar el miedo irracional de pensar que nomás con oírnos, nuestros pensamientos serían motivo suficiente para negarnos eternamente la licencia de manejo.
Pero le aseguro que todos estuvimos de acuerdo, incluso coincidíamos casi siempre cuando inició el juego de ir soltando situaciones hipotéticas: detener un robo o un secuestro, evitar atropellar a un perro o una persona (con los pájaros dudamos, porque varios decían que no hay tanto peligro ya que ellos solitos evitan las colisiones echándose a volar), impedir que otro automovilista se diera a la fuga luego de atropellar o chocar un carro estacionado (en el caso de ser los chocados así, a todos nos daría muchísimo coraje que nadie nos avisara) o para huir rápidamente de una balacera.
Eran tan recurrentes nuestras coincidencias que supuse que una vez terminado el curso nos transformaríamos en un club, como esos clubs de SEAT o de Volkswagen, aunque nosotros fuéramos a conducir autos de marcas distintas. Claro que no sucedió. Mi idea era un pensamiento ingenuo; después de todo, la mayoría de mis compañeros ya eran mayores de edad mientras que uno que se llamaba Julián y yo éramos los únicos menores.
Todo esto lo digo por una razón muy importante. A veces puedo pecar de crédulo, no lo niego, sin embargo la mayoría del tiempo mis actos tienen una razón de ser y de gran lógica. Ya expliqué que no era únicamente yo quien coincidía en las ocasiones merecedoras de un choque, gran parte del tiempo, el resto de mis compañeros respaldaba las situaciones que me atrevía a aventurar. Y le aseguro que si le explico, usted también estaría de acuerdo conmigo.
Tengo que hablarle de antes, de hace casi medio año, cuando los nuevos vecinos llegaron. Un cambio demasiado drástico, considerando que la vecina anterior era una anciana cuya única actitud molesta era cazarnos para entregar nuestra correspondencia cuando oía la puerta abrirse. Decía que prefería recibirla ella, que siempre estaba en casa, a permitir que alguna desgracia ocurriera con nuestras cartas y recibos que el cartero medio atoraba en la puerta mientras mis padres estaban en el trabajo y mi hermana y yo en la escuela. Su entrometimiento me molestaba, claro que sí, pero comparado con el desastre de nuevos vecinos, hasta la extraño y recuerdo con ternura.
Por desgracia la viejita no podía durar para siempre. Cuando se rompió la cadera, sus hijos se la llevaron y vendieron la casa a estos tontos. En un principio me emocioné: creí que sería interesante conocer nuevas personas, esperaba que los vecinos fueran jóvenes. Tardé menos de una semana en darme cuenta del error: mal estacionaban su camioneta y estorbaban nuestra cochera, ponían música a todo volumen, se peleaban en la madrugada, dejaban la basura mal cerrada y se regaba hasta nuestra casa… Un desastre, vaya. Un desastre que, para acabarla, fue escalando.
Que se pendejearan entre sí no me parecía tan extraño, ni los gritos que aparecieron luego, ni los azotones de puerta. Lo que ya no estuvo normal fueron los gritos con amenazas. Le juro que una vez escuché a la vecina gritarle al otro que bajara ese cuchillo. De verdad la oí. A partir de ese día me empecé a lamentar de que un par de locos habían ido a instalarse a lado de nuestra casa.
Y más me lo fui repitiendo cuando se convirtieron en un serio problema de insomnio. El día que no intentaban matarse, tenían las bocinas con el volumen al máximo, como si en lugar de ser las dos o tres de la madrugada fuera el mediodía.
Como quiera, yo traté de ser buen vecino. A como están las cosas, ya nunca se sabe qué tan mal podrían reaccionar personas así, de corta educación, digamos. Un tiempo creí que acercándome a ellos, en buena onda, podría hacerlos entender. Yo con gusto doble: tanto por el de hacer una buena acción por ellos y como por la tranquilidad de los vecinos de la casa. Pero no pude, eran cerradísimos. Para ellos el mundo se acababa apenas cruzaran la puerta de su portón y de allí en fuera no había más. No había nadie más.
Así que las desconsideraciones continuaron. Ya se imaginará: la paciencia es un globito al que hay que ir desinflándolo de vez en cuando con buenas acciones, por ejemplo, dando los buenos días, barriendo la entrada del vecino, no tapándole la cochera, qué se yo. Lo importante, en todo caso, es dejar de echarle más y mucho menos llegar a apretarlo. No hay que estarle picando.
Voy a eso, espéreme. La noche del incidente, como usted le dice, estos nomás no soltaron su picadera de costillas. Aunque antes de hablarle de eso, primero tengo que ponerla en contexto. Ya le dije que era normal oír sus fiestas nocturnas, sobre todo los fines de semana. En fin de semana todavía se entiende. No niego que podría existir el pobre diablo que trabaja los domingos, pero seguro son los menos. Con eso en mente, lo lógico es hacer fiesta los sábados para amanecer domingo. Y aún podría pasarse una fiesta de viernes para amanecer sábado. ¿Está de acuerdo conmigo? Sí, a eso voy, nada más déjeme agregar un detalle adicional. Resulta que la semana del incidente era de exámenes. Mis exámenes finales para ya salir de la prepa. Los más importantes eran justo esa semana. Así que imagínese, llevaba ya toda la semana mal durmiendo. Calculo entre tres y cuatro horas de sueño aproximadamente. El viernes ya esperaba el ruidajo y, hasta cierto punto, me hicieron compañía sus canciones de Yuri, Juan Gabriel y Chayanne, como las que escucha una tía mía. El sábado, aunque ya no sintiera al ruido como compañía, me sirvió para mantenerme despierto y avanzar lo más posible. Pero el domingo, por amor de Dios. ¡Aventarse tres días seguidos! Y en domingo, cuando toda la gente al día siguiente ya trabaja. Lo peor no fueron sus canciones a medianoche retumbándome como trueno en el cerebro cada vez que agarraba sueñito, ni abrir los ojos espantado por el ruido. Para acabarla, comenzaron con sus gritos. Le juro que los imaginé matándose, así que no la pensé: corrí a mi coche antes de que empezaran las discusiones de cuchillos.
Me estrellé contra la pared de los vecinos. En parte, porque quería salvar a la vecina, pero también porque ya me tenían harto, y no solo a mí, a todos en la cuadra. ¿Yo qué iba a saber que las paredes eran tan frágiles y que al instante del golpe se iba a abrir un tremendo boquetón? De la ventana esperaba los vidrios destrozados, claro está, pero ¿de la pared? Si yo también me saqué un buen susto cuando la atravesé como si fuera un pliego de papel.
No niego que me estrellé a propósito. No soy así de cínico. Pero tampoco es como los vecinos dijeron al principio, que yo soy un loco que va y hace desmanes así nomás. No, la realidad es que ese par ya nos tienen hartos. De haberlo propuesto en mi salón de manejo, seguramente los demás habrían estado de acuerdo conmigo. Una situación así, salvar la vida de la vecina y el sueño de la cuadra, merecen un choque intencional.
Imagen tomada de Arquitectura y decoración
Un comentario en “Emergencias | Por Itzel Romi”