La caricatura, con el buen sentido popular que no requiere muchos latines para distinguir lo obvio, desenmascara la realidad de las mistificaciones, maquillajes o totales mentiras del discurso del poder y del dinero; de allí que suela ser la faceta más razonable del periodismo.
José Joaquín Blanco, La rueda del infortunio
Lo cómico debería ser fuente y medio de investigación; la filosofía, demasiado académica y apretada, lo ha olvidado por ser poco serio; debería darle credencial de ciudadanía a pesar de todo.
César Garizurieta, “Catarsis del mexicano”
En los confines de mi memoria guardo un recuerdo de mi más lejana infancia (¿Cuántos años tendría?): íbamos todos en la camioneta, por una carretera o una avenida, con el tránsito atascado, y mis padres le compraron a un vendedor ambulante un peluche de ella (todavía existe, reposando en lo alto de una estantería). Pero, extrañamente, no fue entonces que me enteré de quién era. Eso debió ser un par de años más tarde. Estaba yo a la mesa, ante uno de esos variados y espantosos brebajes agrupados bajo el nombre de [palabrota con “S”], esforzándome por hacer valer mis razones para no ingerirlo, y en algún momento mi madre me comparó con ella. Formulé entonces la pregunta fatídica: “¿Quién es Mafalda?”.
Aquello fue lo que me llevó a un personaje cuya existencia acabó por volverse fundamental en mi vida. Mafalda se convirtió en una especie de guía existencial para mí, que llego a citar sus tiras como un marxista a Marx, o el mayordomo de La piedra lunar a Robinson Crusoe. Y, por supuesto, Mafalda me llevó a su autor, el gran Quino, a quien hace un año le llegó el turno de vivir cierto encuentro letal sobre el que muchas veces dibujó. Joaquín Lavado, contra todo pronóstico[1], resultó ser también mortal.
Estos han sido dos años de muchos decesos. He enfrentado partidas de personas queridas y cercanas, y también de menos cercanas pero apreciadas. Podrían reclamarme por no escribir en homenaje a alguna de ellas, y sí por un “héroe” que nunca conocí cara a cara. Acaso es porque esas otras muertes son privadas, y quiero conservarlas así; siempre he tenido una noción muy fuerte de la propiedad (pero por favor, no me comparen con Susanita). Tal vez algún día escriba al respecto, no ensayos o elucubraciones, sino recuerdos. No son, pues, menos importantes para mí esas otras pérdidas; de hecho, todo el tiempo pienso en ellas.
Pero para hablar de Quino no tengo que romper timidez alguna, ni abrir puertas internas restringidas, ni poner el reflector en gente que no me ha autorizado a hacerlo. Tampoco quiero colocarlo por encima de mis muertos cercanos. Escribo sobre él porque es celebradamente célebre. Porque sé que son millones en el planeta los que, como yo, lo admiraban. Porque sus trazos han jugado (y sin duda seguirán jugando, aunque se haya clausurado su repertorio) un papel importante en mi vida. Y también porque no vi suficientes escritos impresos sobre su partida, ni que se le rindieran los mismos honores que a cierto futbolista lutonacional, fallecido por las mismas fechas. Siento deber y necesidad de escribir, tan dignamente como pueda, algo sobre la muerte de aquel genio del dibujo.
I
No hay nada burdo ni trivial en el humor de Quino. Su obra no son meros chistes de los que normalmente contamos. Él fue uno de los maestros que, a través del nunca bien ponderado arte de la caricatura, ilustró realidades del género humano con un tipo de elocuencia exclusivo de la imagen. En ocasiones las ideas más disparatadas ocultan las más asombrosas verdades. Quino era un observador agudísimo y genial de la naturaleza humana; Mafalda era (es) su Zaratustra.
Toda la evidencia apunta a que, pese a ser rioplatense, Quino carecía por completo de ese defecto que Borges llamó “la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo”. Ningún testimonio que haya leído insinúa siquiera que Quino haya sido hombre de ínfulas, ni tampoco se intuye de su trabajo. Todo lo contrario: sus conocidos lo describen como alguien tímido, retraído, de pocas palabras, características que se antojan incompatibles con la arrogancia.
Los llamados “humoristas” rara vez son gente histriónica, alegre o sociable. Jamás he escuchado que Quino haya sido alguien risueño; uno pensaría, más bien, que quien haya concebido a Mafalda solo puede ser tan “pesimista” como ella. Y esa, por lo visto, es constante, al menos en esta zona del mundo: Naranjo, Rius, Monterroso, Monsiváis, Fontanarrosa, Ibargüengoitia… todos sobre quienes he obtenido testimonio eran pesimistas reconocidos y hasta confesos. Y es que, en realidad, ellos se dedican al “humor que no es chiste, sino reflexión, filo, mordedura, despojo de secretos” (Naranjo 25). No es una distracción inocente, sino un agresivo regreso a la realidad; no es el arma de la violencia del abusivo, sino la herramienta de su descrédito.
Este humor no tiene nada que ver con la simpleza ni con la alegría: el más imperecedero sentido del humor es generalmente una forma de ser y de ver el mundo que parte del desencanto, pues el mundo y la humanidad se perciben tan ridículos, tan desesperantes y desesperanzadores, que la única manera de plantarles cara y/o retratarlos es eso que llamamos humor.
En Antes de Adán, Jack London tuvo la sugestiva idea de asignar a nuestros ancestros prehumanos, según los especuló él, la risa y el ridículo como una de sus características sobresalientes al vivir bajo el miedo perpetuo en un universo peligroso y letal; llama la atención ese guiño a lo que sabemos del papel de la risa y del humor en nuestras vidas. Freud concluyó que las distintas formas de comicidad son mecanismos de defensa psicológica; Nietzsche manifestó que el sufrimiento y la melancolía son lo que hacen necesaria la risa; Augusto Monterroso, escuché una vez, sostenía que “la realidad da risa porque es triste”… El humor no se reduce nada más al chiste de los simples o a la payasada de los histriónicos: es una herramienta para comprender y digerir la vida, para encontrar la sabiduría, para sobrevivir.
Mafalda lo sabía, y también Quino: cuando Susanita se burla sarcásticamente de su “derrotismo”, ella le increpa que “La derrotista sos vos: yo no creo que las cosas estén tan mal como para tener que tomárselas en broma”. Tan mal, sí, para tener que tomárselas en broma. Nos reímos para no llorar (¿No es así, compatriotas?). Eso demuestra que, al fin y al cabo, el más derrotista era su creador.
Veamos los cartones y las tiras de Quino y pensemos: ¿Por qué nos estamos riendo así de la guerra, la injusticia, la pobreza, la corrupción, el desamor, la burocracia, la disolución social, la incultura, las dudas existenciales, el malestar mental? Se necesita una gran inteligencia, pero también un tipo determinado de sensibilidad, para plantear esos temas de manera que den risa y, a la vez, dar en el clavo.
II
Dije que Mafalda fue de Quino una especie de Zaratustra. También fue su Sherlock Holmes, pues acabaron en una relación muy similar a la de Conan Doyle y su detective. En ambos casos los creadores los consideraban un logro menor, salido un poco de la casualidad, y no se explicaban su éxito ni la inquebrantable devoción que suscitaban en el público. Pero, sobre todo, ambos personajes acabaron siendo mucho más populares de lo conveniente y consumiéndoles a sus autores demasiado tiempo, al grado de que en un momento dado éstos decidieron parar de tajo. Sir Arthur lanzó a su héroe, off-stage (¿acto fallido?), de lo alto de una catarata, y al final acabó regresando a él; Quino despidió informalmente a sus personajes del público (véanse las tiras de mayo y junio de 1973, publicadas en Mafalda inédita), ya que “se había dado cuenta de que se encontraba agotado y que no podía insistir más sin repetirse” (Walger 533), y únicamente volvió a dibujarlos con algún motivo especial, como ilustrar la Declaración de los Derechos del Niño para la UNICEF en 1976.
Continuando con las comparaciones, me atrevo a hacer otra. Quino se cuenta, o debería contarse, entre los argentinos más trascendentes que ha habido. Coinciden muchos en que el más trascendente fue el precitado Borges. Pues crucifíquenme, pero en ambos encuentro una característica común: solo sabían producir tesoros expresivos. Los dos lograron, cada uno en su terreno, pequeños momentos que hacen pensar: “esto nunca podrá decirse de mejor manera”. Ambos perfeccionaron una sublime puntería en la elocuencia. Quino era un genio, si no por otra cosa, porque sabía dar en el clavo.
Naranjo posiblemente podría hacerle competencia. Pero la gran diferencia es que Naranjo rara vez despegaba los pies de su crudo Aquí-y-Ahora, su contexto específico, mientras que Quino se abocaba a realidades más generales, a una cara más abstracta de los problemas. Para rematar con las comparaciones: si analogamos a estos dos con los grandes filósofos, Naranjo sería un Marx y Quino un… ¿Qué sería Quino?
III
La Muerte, esa fuerza natural tradicionalmente retratada en un esqueleto encapuchado con guadaña, aparece en las páginas de Quino con bastante frecuencia. Por ello, repasar sus referencias a “El último viaje” fue una de las tareas a las que me dediqué en cuanto supe que él mismo lo había emprendido ya.
Me imagino que, si la dibujó tanto, en vida debió tener muy presente la muerte: cualquiera que escenifique tantas veces, con humor, la llegada de la Parca, debe estar angustiosamente consciente de que, en palabras de Mafalda, “a todos nos espera lo mismo…”. Armado con su pesimismo, el dibujante comprendió lo que insinúa: si la vida lleva incluida su conclusión, inevitable, aterradora, y normalmente trágica, no queda de otra más que reírse.
En realidad, no es la muerte la que da risa en los dibujos mortuorios de Quino: somos nosotros. Nuestro miedo, nuestras costumbres, nuestra mala fe, nuestra ocasional idiotez, en suma, nuestro ridículo. La Huesuda, con todo e indumentaria, es uno de los grandes protagonistas de Quino, pero no es frecuente que sea objeto de burla, sino más bien la excusa de la burla. El burlado es el ser humano.
IV
Él, generalmente, no caricaturizaba a los políticos de su país y de su tiempo: caricaturizaba la política; no a las “grandes personalidades”, sino a los tipos de personalidad; no a los viciosos, sino los vicios; no los acontecimientos, sino los fenómenos; no las formas ni los fondos, sino los trasfondos; no a las personas, sino a la especie (Mafalda siempre nos recuerda que no son lo mismo “la gente” y los auténticos seres humanos). Ese es uno de sus sellos distintivos.
No es siempre así, sin embargo, con Mafalda: ella vive un poco más cerca de ese aquíyahora. Ella habla desde su personalidad y de lo que ve: por un lado, piensa en la Vida, en los asuntos cotidianos, en la Sociedad Moderna (¿o “suciedad moderna”, o “zoociedad moderna”? se pregunta ella), en la Política, en la Guerra, en la Pobreza, en la Liberación Femenina, en la Naturaleza Humana; pero también en su vida, en su clase media, en los gatos que ve pasar, en las cuotas del auto de su papá, en la UN o los EEUU o la URSS o China, en la guerra de Vietnam, en los niños de la calle, en las flores de plástico, en los programas que se encuentra en la TV, en la naturaleza humana de sus padres, hermano y amigos, en lo que lee en el periódico, en su madre esclava del cuidado del hogar. Y eso de la misma manera en la que piensa en Los Beatles, en la escuela, en jugar a los vaqueros o en el horror de la sopa (perdón por el lenguaje).
Con sus allegados volvemos a la caricaturización de realidades generales. Están Papá el padre (¡pobre papá!) y Mamá la madre (¡pobre mamá!), con todo lo que eso pueda implicar. Manolito, en pocas palabras, es el capitalismo encarnado. Susanita, por usar la jerga de moda, una “típica fifí de clase media”. Miguelito es un poco menos unívoco: inocente pero egocéntrico, chiquito pero con delirios de grandeza, a veces tierno y a veces fascista (por crédulo). El hermanito Guille, rebelde, caradura y edípico. Libertad, ella sí que es todo un caso… Y no, por supuesto que no me olvido de Felipe; parece que todos tenemos un poco o un mucho de Felipe, porque somos demasiados los que “nos identificamos con él”. El Felipito, tan perfectamente defectuoso…
Tal vez eso tenga que ver en cuánto destaca Mafalda entre su trabajo general: fue un personaje constante, es cierto, serial; pero también muy terre-á-terre, muy cotidiana. Ciertamente, no hay poco con lo que identificarse en general, incluso ahora, a más de medio siglo. He allí otro sello reconocido de la genialidad: la vigencia.
V
En teoría, deberíamos poder hablar de Quino sin mencionar necesariamente a Mafalda, como deberíamos poder hablar de Arthur Conan Doyle sin sacar siempre a colación a Sherlock Holmes. Pero en la práctica, al parecer, no se ha logrado. Yo ciertamente no tengo intenciones de intentarlo aquí.
Dicen que originalmente la concibió por encargo (quizás estando necesitado de dineros) como parte de la campaña publicitaria de una línea de electrodomésticos, y que cuando esa intención quedó cancelada fue que se convirtió en otra cosa; y tan otra cosa fue, que entre sus múltiples y atinadas quejas figuraban justamente la publicidad y el consumismo, que acababa parodiado en el dolor de pancita de Guille, o en la resignación de la protagonista a seguir oyendo los comerciales en la televisión. Aquí una entre miles de grandes ironías: un personaje que “no nació tanto de un afán de contestar al mundo como de la más prosaica necesidad de publicitar un determinado producto” (Walger 533) terminó por convertirse en una “heroína iracunda que rechaza al mundo tal cual es”; es decir, una contestataria por excelencia. Y además, completamente sesentera.
Algo bastante cercano, por mérito propio, a una filósofa en ciernes, Mafalda desata una implacable reflexión sobre la existencia una tira a la vez: reflexión humorística y a ratos inocente, aunque no por ello menos grave y atinada. Así como, en la antigüedad, Sócrates predicaba con el debate, los estoicos con la paciencia, o lo cínicos con el escándalo, los humoristas de hoy predican con ese tipo de humor que aquí tratamos. Quino no era un divertidor: él se dedicaba a dibujar aforismos. Algunos ultimadamente verbales, fáciles de recrear; otros muchos, solo comprensibles en el amalgamiento palabra-imagen patente en la caricatura; y otros tantos, exclusivos de la imagen. Sea como sea, Quino plasmó, cada tanto, fragmentos de sabiduría. Y si así es con sus creaciones en general, más aún con Mafalda. Cada una de sus tiras, cada breve conjunto de viñetas, es como el versículo metafórico de un tratado sobre la humanidad.
Es por ese fenómeno, que conjunta capacidad crítica, buen tino, ingenio, humor, identificabilidad y vigencia, que admiro tanto a Quino.
VI
Vino a México una vez. Iba a estar en Gandhi, firmando autógrafos. Yo habré tenido diez, once, o doce años. Llegué expectante, al lado de mi madre, con De viaje con Quino bajo el brazo (mi Toda Mafalda era demasiado voluminosa y frágil como para andarla cargando por allí). Me empecé a desmoralizar al ver la lo inmensamente larga que era la fila: pensé que la cantidad “infinito” por fin se había materializado en la realidad.
Y antes de haber podido avanzar gran cosa en ella, se anunció que el gran dibujante estaba agotado y se retiraba. La frustración se redujo ante la consciencia de que el ídolo ya contaba más de setenta años y era natural que no aguantara tanto. Escuchamos a un señor al lado de nosotros hablando por teléfono: había venido desde Monterrey, creo, o de otra ciudad medio lejana, solo para eso. Me ayudó a comenzar a poner las cosas en perspectiva.
Entre nuestra llegada y nuestra partida, hice lo posible por posar mis ojos sobre la figura que había venido a “conocer”. No lo vi, sino que medio lo divisé, a la distancia, muy a la distancia. Es lo más cerca que alguna vez estuve de Quino. Y que llegaré a estar, por lo visto.
VII
¿Perdimos algo? Esta formulación no me convence. A Quino, Joaquín Lavado, la persona, no la perdimos “nosotros”, el resto del mundo: lo perdieron sus amigos y parientes. Los demás, si acaso, “perdimos” a un genio. Pero incluso eso es inexacto: lo que perdimos, en realidad, fueron posibilidades.
Como Poe atinó dolorosamente, lo que tortura el alma, ante la pérdida, es el “Nunca Más”. “Nunca volveré a…”. Yo nunca volveré a ver a mi abuela, jugar cartas con ella o tocar el piano para ella; a saludar a la madre de una amiga, que tan bien me trató y que tan inteligente era; a jugar dominó con ese encantador amigo de la familia… Al morir alguien, perdemos su presencia y perdemos las posibilidades, que se exilian al inexistente mundo del “hubiera”: lo que solía ser futuro se convierte en copretérito o de plano en subjuntivo.
Cuando Quino dejó de dibujar, lo que perdimos son las geniales ocurrencias que pudo llegar a tener de seguir vivo y dibujando. Perdimos posibles aforismos humorísticos, esas certeras verdades que llegan en nuestro auxilio para entender y sopesar esta “sopa de mundo”, como lo llama Mafalda. Perdimos la ampliación de su maravilloso acervo.
Sin embargo, no perdimos lo que ya hizo: esa parte ya yace en registro, para permanecer mientras la humanidad siga aquí para leerla (lo que probablemente no dure mucho tiempo más). Los dibujos de Quino permanecen como son: estáticos y a la vez en constante y autorenovadora repetición. Y no perderán vigencia porque siempre quedaremos los que somos lo suficientemente pesimistas, dolientes y locos como para seguirlo leyendo.
Y aunque algunos (que no hayan entendido) me crean inconsistente, lo diré: Brindo por el humor por el que sobrevivimos:
El humor tiene dos caras, una que dispara sobre la autoridad y subvierte las relaciones de poder, y otra ligada al placer […] Dionisos que, más allá de toda fiesta ruidosa, nos recuerda el cielo que merecemos no a pesar de ser animales y disculpándonos de esa vergüenza, sino por eso mismo. Por estar hechos también de la divina bestia, de historias fallidas, tropezones, de discursos pretenciosos, y volar en alfombras gastadas, el humor es la luz de la ceniza, y la ceniza de la luz (Pescetti 17-19).
Referencias
BARTRA, Roger (Comp.). (2014) Anatomía del mexicano. México: DeBolsillo.
DOYLE, Arthur Conan. (2004) Las memorias de Sherlock Holmes. Madrid: Valdemar.
FREUD, Sigmund. (2012) El chiste y su relación con lo inconsciente. Madrid: Alianza.
LONDON, Jack. (1985) Antes de Adán. México: Fondo de Cultura Económica.
NARANJO, Rogelio. (2011) “A ti te hablo”; 225 caricaturas de Rogelio Naranjo. México: UNAM.
——————-. (1998) Los presidentes en su tinta. México: Proceso.
PESCETTI, Luis María (Comp.). (2007) La Mona Risa: Los mejores relatos de humor. México: Alfaguara.
RUIZ SPITALIER, Rodrigo. (2019) Ironía y cinismo en el periodismo crítico de Jorge Ibargüengoitia. Tesis de Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas. Asesor Fernando Morales Orozco. México: Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
RIVERO WEBER, Paulina (Coord.). (2016) Nietzsche: el desafío del pensamiento. México: Fondo de Cultura Económica.
SALVADOR LAVADO, Joaquín. (2003) Toda Mafalda. Buenos Aires: Ediciones de la Flor.
———————-. (2004) De viaje con Quino. Eds. Ivan Giovannucci y Rosangela Percoco. México: Tusquets.
[1] Véanse las anotaciones en el dibujo-homenaje de Miguel REP en Toda Mafalda.
Viñeta de Quino