Decía que la oía por las noches merodeando entre los papeles que guardaba en su arcón. Cada mañana durante el desayuno se quejaba de ella. “Esa Maldita Cucaracha”, le decía. 

Suena como si siempre hubiera sido igual. No lo fue. Las primeras veces dijo: “Hay una cucaracha en mi cuarto, anoche la escuché”; siempre como si lo mencionara por primera vez. Pero al final la idea se fijó en su cabeza, y empezó a decir cosas como: “Anoche volví a escuchar a esa Maldita Cucaracha”, “Ya regresó la Maldita Cucaracha”, “¡A ver cuándo hacen algo sobre esa Maldita Cucaracha!”, cada vez más enérgico; “¿Cuándo va a venir el fumigador?”, “Necesitamos exterminadores, ese matabichos que usan no funciona”, “Tu muchacha no está haciendo su trabajo, mejor despídela” (a veces no se acordaba de que había tres chicas distintas que venían a asear y que ninguna trabajaba para nosotros, sino para el edificio entero). 

La actitud de mis padres también fue variando: pasó de la refutación a la preocupación, a la frustración y a la resignación condescendiente. Las repuestas de “¿Cómo crees que va a poder entrar una cucaracha a tu baúl, si nunca lo abres?” y “Acuérdate, Papá, que ya vino [el fumigador, la administración, quien fuera] y no encontró ningún nido de cucarachas” a “Ya te dije que no hay tal cucaracha, son cosas de tus sueños” o “¡Ay, Papá, que no hay cucarachas aquí!”, y después a “Mañana, mañana viene el exterminador”, “No te preocupes, en cuanto se atreva a asomar su cara la matamos”, “Ya verás que tarde o temprano la vamos a atrapar”, etcétera. 

No lograba explicar convincentemente cómo sabía que lo que oía dentro de su arcón era una cucaracha y no otra cosa, solo oíamos respuestas del orden de “¿Crees que no sé cómo suenan las cucarachas?”. Pero lo más raro, o quizás no tanto, es que no llamaba cuando decía que la oía: jamás despertó a nadie a la mitad de la noche por esa causa, como sí lo hacía cuando no se podía dormir, cuando quería ir al baño o cuando se le ocurría que era hora de levantarse, aunque fueran las cuatro de la mañana. 

Sabíamos que la cucaracha no existía porque ni una larva podría entrar en su baúl cerrado y este no se abría nunca jamás, bajo ninguna circunstancia. Y como él insistía en no abrirlo, no podía comprobarse nada; revisar el baúl estaba prohibido, parece, hasta para él. Cuando encontrábamos una verdadera cucaracha, u otro insecto indeseable, en alguna parte del departamento, le dábamos el pisotón e íbamos a presentársela con todo y recogedor, como si fuera un tributo: “¡Mira! ¡Por fin cayó tu cucaracha!”. Pero al día siguiente resultaba que esa no había sido la cucaracha, la Maldita Cucaracha, porque la mera mera seguía rondando. 

El tiempo pasó y la Maldita Cucaracha se volvió algo normal, rutinario, como las muletillas de los reporteros en el noticiero matutino o los claxonazos de la hora pico. Las mañanas que no incluyeran quejas sobre “esa Maldita Cucaracha” eran raras; los días, inexistentes. Llegó a ser como un ornamento en la escenografía de una obra de teatro, que a veces parecía tragedia; a veces, farsa; y otras, una cosa de propuesta contemporánea indescriptible. 

La Maldita Cucaracha apareció en nuestras vidas cuando yo tenía quince, a punto de cumplir dieciséis. Había pasado más de un año desde que el Abuelo vivía con nosotros y un poco más desde que la Abuela había partido. 

Cuando era niña, el baúl del Abuelo era la más interesante de todas las reliquias de su casa. Obvio: era un misterio. Para cuando tuve uso de razón, ya sabía que este estaba fuera de todo límite: no hurgar en su interior era una ley que no se podía transgredir sin que el universo colapsara. También era la única cosa en la que el Abuelo, hombre de liviano carácter, se mostraba intransigente. Eso no me impidió jugar con él: me imaginaba que era una pirata con la misión de vigilar el tesoro maldito del capitán Barbavieja; o un arqueólogo, de esos con salacot y bigote ensortijado que se une a sus patillas, encargado de mantener a los curiosos lejos del sarcófago de la momia, que despertaría si allanaban su sepulcro. 

Nunca tuve la menor idea de qué tenía guardado allí que fuera tan importante y secreto, y el Abuelo no albergaba intenciones de revelárselo ni a mí ni a nadie. Por mucho tiempo asumí que mis padres sí lo sabían, pero resultó que tampoco. Desconozco si la Abuela lo sabía, cuando le llegué a preguntar no me respondió, solo se puso el dedo en los labios. 

Cuando él se mudó con nosotros, se lo trajo sin dudar. De hecho, era lo único que quería conservar; creo que el resto de sus pertenencias le recordaban demasiado a la Abuela. Lo instaló en su habitación, tan herméticamente sellado como siempre. La novedad fue la llave, que hasta entonces yo no conocía: la guardaba en una cajita de plata, cuyo sistema de apertura tenía truco, y que, a falta de mejor escondite, metió en el cajón de su buró. 

Al año, más o menos, empezó a hablar de la Maldita Cucaracha. 

Mientras tanto, las vidas individuales seguían. Yo acabé la estúpida adolescencia, entré a la universidad, empecé a sentirme mejor con la vida, acabé la carrera… y caí en el abismo. Empecé a comer de menos y querer dormir de más. Fui perdiendo contacto con la realidad, con el futuro, con cualquier cosa que se pareciera a la certeza. La incertidumbre me acosaba día y noche. Me salí del taller de ebanistería, que era mi hobby, como si fuera un templo del que por pecadora me hubieran expulsado. Cancelé muchos proyectos, incluyendo el de mudarme de casa de mis padres, y rehuí de todos los trámites que requiere titularse. 

Mis padres estaban preocupados, pero no tenían tiempo para mi salud mental: tenían las manos llenas con el Abuelo, que había empezado a desvanecerse en sí mismo a un ritmo acelerado. Los llegué a escuchar sollozar cosas como “¡Ese ya no es mi papá!”. Los quise ayudar y como no se me ocurría de qué manera hacerlo, tomé como mantra aquello de que “mucho ayuda el que no estorba”. Pero ellos, entre líneas, me exigían que los ayudara recuperándome yo solita, reponiéndome de la depresión y saliendo adelante. Yo sentía que era al revés, que encontrar una manera de curar sus calvarios me curaría el mío. 

Una mañana, en el desayuno, cayó la familia en la conversación habitual: el Abuelo se quejó de la Maldita Cucaracha y mis padres trataron el tema como solían. Súbitamente, una idea pasó de mi mente a mis labios sin que me diera tiempo de analizarla, como el foco que se enciende al pulsar el interruptor: 

—¿Y si hago guardia durante la noche para atraparla cuando aparezca? 

Todos me voltearon a ver con extrañeza: qué ocurrencia tan extravagante. ¿Montar guardia nocturna en el cuarto del Abuelo, a la cacería de un insecto fantasma? Vaya idea. Por un segundo me arrepentí de haber hablado impulsivamente, pero rápidamente tuve la convicción infundada de que era la mejor idea que se me había ocurrido nunca. 

Mis padres opusieron resistencia. Hablé con ellos en ausencia del Abuelo para convencerlos de que era en serio; ellos trataron de sacar argumentos completamente vacíos. Supongo que los asaltaba una sensación de catástrofe al juntar dos mentes lastimadas. Pero yo me harté de discutir: 

—Pues voy a hacer este experimento. No es una petición, es lo que voy a hacer, no está sujeto a debate. Es hora de averiguar qué le pasa al Abuelo por las noches. Además, tengo que hacerlo yo. Necesito hacer esto. 

Era lo que de verdad sentía, aunque me costó mucho verbalizarlo. Creo que el asombro fue lo que les impidió responder: hacía meses que no me había mostrado decidida ni mucho menos firme; yo misma ya no me acordaba de la última vez que había sentido algo más que completa indecisión. Di por zanjado el asunto. 

Antes de cenar ya tenía instalada la colchoneta para huéspedes en el piso del cuarto del Abuelo. Mi cabeza reposaría en la esquina opuesta a la cabecera de su cama, colindando con el armario; mis piernas quedarían frente a la puerta, y mis pies acabarían en el rincón donde suele ir el perchero. A mi ala derecha, en la cuarta esquina, con el armario a un lado y la ventana al otro, tendría el famoso arcón donde supuestamente vendría a rondar la Maldita Cucaracha. 

A las diez de la noche mis padres iniciaron las maniobras para meter en la cama al Abuelo; tuve que volver a replegar la colchoneta para que no estorbara la coreografía que habían pasado años perfeccionado. Concluido ese proceso y habiéndose retirado ellos, me instalé de nuevo. El Abuelo me observó en silencio con expresión austera; me hizo pensar en un búho que contemplaba, entre molesto y curioso, a una golondrina que instalaba su nido en el mismo árbol. No habló hasta que me aproximé para apagar la luz de su buró, como mis padres me habían instruido: 

—¿Te duermes vestida? 

Le fallaba la memoria, pero no la lógica. 

—No, esta es una piyama moderna. 

Era mentira, pero no quise revelarle que mi depresión, por métodos extraños, me había llevado a acostarme con ropa casi todas las noches. Cosa que mis padres me recriminaban a la menor oportunidad. 

—Buenas noches. Voy a estar de guardia para cuando aparezca la Maldita Cucaracha —era la primera vez que yo la llamaba así en voz alta. Apagué la luz. 

Mientras recorría el cuarto en la oscuridad rumbo a la colchoneta oí cómo se acomodaba. Me metí a tientas bajo mi sábana y me posicioné boca arriba lo más recta que pude. No cerré los ojos: no era mi intención descansar aquella noche, si acababa por quedarme dormida o no sería decisión del destino. Crucé las manos y me quedé mirando al vacío. 

No sé si estaba dormida o en duermevela cuando comenzó, estoy segura de que no estaba plenamente consciente, así que me despertó. Primero eran ruidos leves y extraños, podían ser cualquier cosa; después de un rato ya no había duda de que era el Abuelo. Miré el reloj en mi celular: eran las tres y media de la mañana.

Me levanté sin tener idea de lo que ocurría: ¿Qué le pasaba? ¿Estaba despierto o dormido? ¿Estaría teniendo una pesadilla? ¿SERÍA UN ATAQUE? Solo sabía que sus agitaciones y sus quejidos se intensificaban. 

Mi reacción natural fue querer sacarlo de lo que fuera que perturbara su sueño, y en una circunstancia distinta hubiera hecho justo eso o llamado a mis padres. Pero esa noche estaba en una misión, y mi instinto me dijo que no interrumpiera lo que fuera que estuviera pasando, al menos no por el momento: lo que debía hacer era callar y observar el fenómeno hasta su desenlace. Así que, en lugar de encender la luz, abrí la persiana todo lo que pude: la tenue luminosidad mezclada de la luna y de la ciudad le alcanzó a mis ojos. 

En efecto, el Abuelo estaba dormido, y sí, probablemente estaba sufriendo una pesadilla. Agitaba en el aire brazos y manos, como intentando espantar o quitarse algo de encima, y sacudía su cabeza de un lado a otro. Más que sacudirla, la azotaba contra la almohada. Los balbuceos angustiados que salían de su boca eran ininteligibles. Fue muy duro verlo en ese estado y resistir el impulso de acercarme, pero si quería entender lo que pasaba no podía interferir. Afortunadamente, el acceso no duró mucho más: tras un par de minutos eternos, las sacudidas y los balbuceos empezaron a disminuir hasta apagarse. Lo que hubiera sido se fue como llegó: como un chiflón entrando por la ventana. 

Aunque carezco de la más remota formación científica, se me ocurrió diagnosticar que el abuelo sufría ataques de pánico en sueños, pesadillas crónicas, o un sonambulismo impotente, irrealizable, por no poder levantarse solo de la cama. No tengo idea de si existen tales cosas, probablemente no. Pero había algo que, pese a no tener bases, me quedó fuera de duda: lo que acababa de presenciar le ocurría al Abuelo todas las noches y, probablemente, era lo que al despertarse traducía como haber oído a una cucaracha rodando su baúl. 

Me senté al lado de su cama. La luz nocturna parecía no hacer mella en su sueño. Lo que seguía, en mi función de investigadora, era tratar de hacer sentido de lo atestiguado y, sobre todo, averiguar qué relación podía tener con la idea de la Maldita Cucaracha. ¿Tenía caso especular? Su pesadilla podía consistir en cualquier cosa. No me lo imaginaba soñando que lo atacaba una cucaracha gigante; quizás se trataba de estar cubierto de pies a cabeza por cucarachas. 

Estaba segura de que sería inútil preguntarle al día siguiente con qué había soñado: no iba a acordarse. Despertarlo en ese momento, por otra parte, parecía una mala idea. Así que estuve un buen rato dándole vueltas al enigma, sin que se me ocurriera una sola pista. Entonces, mientras recorría distraídamente mi mirada por la habitación, mis ojos se detuvieron en el arcón y, como casi todo investigador, caí súbitamente en la cuenta de que había estado pasando por alto lo más evidente: la Maldita Cucaracha de improbable existencia era solo la mitad de la historia, la otra mitad la tenía frente a mí. Y así me planteé una pregunta por años obviada: ¿Qué había en ese baúl? 

Elemental, en efecto: la respuesta tenía que estar allí ¿Qué contendrían su arcón como para que se imaginara que una cucaracha lo esculcaba? ¿Por qué lo alarmaba tanto la idea de que un vil insecto rondara entre sus cosas? ¿Qué angustioso secreto guardaba que lo asaltaba cada noche en quién sabe qué forma, y que relacionaba con que la privacidad de su arcón fuera violentada? ¿Qué era aquello por lo que había armado tanta alharaca en el pasado? Al final, parecía que todos los misterios del Abuelo eran uno solo. 

Volteé hacia la cama: él dormía profundamente como una piedra. En otros tiempos, cuando me encontraba bien de salud y no sabía qué era no estarlo, nunca hubiera osado hacer lo que hice a continuación. 

Me levanté silenciosamente y volví a cerrar la persiana. No se despertó. Tomé mi teléfono del piso, fui hacia su buró, y abrí el cajón donde guardaba la cajita de plata con la llave. Él no se despertó. Prendí la linterna del celular para buscar. No se despertó. Hurgué en el cajón. No se despertó. Encontré y saqué la cajita. No se despertó. Abrí la cajita, extraje de ella la llave, y la volví a colocar en el cajón. No se despertó. Cerré el cajón. No se despertó. Y entonces cometí la verdadera infracción: me dirigí al arcón, metí la llave y le di la vuelta. Se despertó. 

Había temido por tanto tiempo escuchar el sonido de su cofre abriéndose que no podía no reconocerlo. Se incorporó de inmediato, en un movimiento de resorte que no le correspondía, y que seguramente fue malo para su espalda. 

—¡Mi cofre! ¡Mi cofre! —balbuceaba con ansiedad. Si no llegó a gritar, creo que fue porque estaba demasiado confundido. 

Fue bueno haber dejado el cuarto a oscuras. Rápidamente me acerqué a él y empecé a hablarle al oído para tranquilizarlo: “Todo está bien, yo estoy aquí”, “Soy yo, soy tu nieta”. Llevó un rato que se calmara lo suficiente. “Mi cofre, mi cofre”, insistía. 

—El cofre está bien, solo fue una pesadilla. 

Tras un rato muy largo logré tranquilizarlo y lo convencí de volver a acostarse. Lo ayudé a ponerse de nuevo en posición horizontal, de cara a la pared… y de espaldas al arcón. 

Después volví la mirada hacia este. Al momento de meter la llave había tenido que aplicar fuerza, porque el mecanismo llevaba tantos años sin usarse que no cedía; cuando lo logré no se escuchó un clic, sino un clung, como si adentro hubiera un gong minúsculo anunciando mi llegada. Sonó muy por lo bajo, pero yo sentí como si hubiera hecho un eco que retumbara en todo el vacío de la noche. Con razón el Abuelo se había despertado. 

Tras un periodo de parálisis, me dirigí de nuevo hacia el arcón y me puse de rodillas ante él. Aguantando el aliento, puse las manos sobre la tapa dispuesta a abrirla. Entonces sentí pánico. 

Estaba a punto de quebrantar una de las reglas más antiguas de mi mundo: no abrir nunca el cofre del Abuelo. Y mucho más importante, mucho más grave: estaba a punto de develar uno de los grandes misterios del universo. Esa era la verdadera infracción. El no saber qué había allí había sido factor inamovible de la vida desde que yo habitaba en ella… y ahora estaba a punto cambiar eso. ¡Vaya atrevimiento! 

Por primera vez pensé que quizás yo misma no quería saber qué había allí. No tenía la menor idea de qué encontraría adentro y era incapaz de imaginarme nada, porque, en el gran orden de las cosas, el baúl solo existía cerrado. No había, no podía haber interior del baúl. Y si alteraba ese axioma, no habría vuelta atrás. 

Me dejé caer de espaldas mientras mi mente acariciaba, como a un gatito, la posibilidad de abandonar ese loco proyecto ¿En qué estaba pensando? No me correspondía, y seguro ni siquiera iba a ser de ayuda; eran puras ideas mías, no iba a acabar bien, cómo iba a ayudar al Abuelo si no podía ayudarme a mí misma… Esa frase me detuvo y me mandó de regreso al camino que había emprendido aquella mañana: yo no podía ayudarme a mí misma. Pero tal vez podía ayudar al Abuelo; tenía que ayudar al Abuelo, porque yo necesitaba ayuda y nadie me la daba, porque no se daban cuenta de que yo sola no podía, así como nadie se atrevía a averiguar qué le pasaba al Abuelo que tenía su cabeza infectada con una maldita cucaracha. Pero ¿yo qué sabía de ayudar? Yo no sabía nada, nada de nada en absoluto. El mundo entero me superaba. No entendía lo que pasaba en esa habitación y mucho menos afuera de ella. Pensé por un minuto en la libertad que devendría de renunciar a mi investigación y que las cosas siguieran como siempre en el mundo… en el mundo donde en ningún segundo del día me sentía libre, donde no había tal libertad y todo lo que una vez creí conocer de pronto no cuadraba. Liberarme para continuar sin libertad… 

Por minutos y minutos di vueltas en mi cabeza, hasta que, solo por callarme a mí misma, puse fuerza y levanté la tapa. No me fijé qué tan pegada y pesada estaba ni qué tanto ruido hizo, porque lo único que quería era apagar el vaivén en mi cabeza. Entonces, miré hacia abajo y contemplé el tesoro del pirata, la momia, los secretos del Abuelo. 

Fui incapaz de cerrar el arcón hasta ya entrada la mañana, cuando se oía el canto de los pájaros tras la ventana. En cualquier momento llegaría uno de mis padres y no podía verme al lado del baúl abierto, con todo su hasta entonces indescifrable contenido desperdigado por el piso del cuarto. Tenía que volver a meterlo todo y fingir que no había pasado nada. 

Pero sí había pasado: el mundo había dado la vuelta. Me enteré de lo que nadie podía, pero alguien tenía que. De lo que solo existió aquella noche en la que abrí el baúl, nunca podré ni querré contarlo. Ya entendía el porqué de todo: entendí que el Abuelo no podía deshacerse de lo que allí había y, por ser tan íntimamente suyo, tampoco podía compartirlo. Su alma cargaba con el peso de ese baúl cada minuto de su vida. Con razón tenía pesadillas extrañas, con razón una maldita cucaracha lo había invadido y lo torturaba cada noche rondando entre sus secretos… 

Esa mañana, mientras desayunábamos, el Abuelo no hizo mención inmediata de la Maldita Cucaracha. Mis padres tampoco la mencionaron, pero se me quedaron mirando. Más tarde hablé a solas con ellos: 

—Tengo una teoría de lo que le pasa al Abuelo, pero tengo que comprobarla. Debo pasar más tiempo en su habitación—. No era mentira, aunque tampoco era toda la verdad. Me reusaba a compartir los detalles o involucrarlos en el plan y, de nuevo, no di mi brazo a torcer. 

Dormí en el cuarto del Abuelo durante siete noches, una semana entera. Cada una él sufrió el mismo misterioso acceso, y cada una este se desvaneció tras unos minutos, o tal vez solo un minuto. Yo descansaba con sueño ligero la primera mitad de la noche, hasta que me despertaba por su ataque. Esa era mi señal. De acuerdo con mi misión, nunca lo desperté: me contentaba con quedarme cerca de él para asegurarme de que no ocurriera ninguna otra cosa, aunque seguía teniendo ganas de tranquilizarlo. 

Una vez que terminaba, lo observaba por varios minutos para asegurarme de que estuviera bien, pero también de que estaba dormido y no me iba a escuchar. Y entonces procedía a ejecutar la segunda parte, la más peligrosa, de la noche: sacaba la llave, abría el cofre y me internaba en el pasado del Abuelo… y en su esencia, porque todo lo que guardaba allí lo llevaba también guardado dentro suyo: en su memoria, en su alma, en su corazón, en lo que fuera. No paré hasta que me hube familiarizado con las motas de polvo que había en el interior. 

Al finalizar la semana, les comenté muy pacíficamente a mis padres lo que había descubierto sobre los ataques nocturnos del Abuelo; obviamente me callé todo lo relacionado con el arcón. Ellos rápidamente coincidieron en consultar al doctor y este recetó unas pastillas especiales para dormir, por supuesto. Pero mientras mis padres hacían esa consulta, yo me dediqué a mi propio remedio, que había pasado una semana entera concibiendo. 

Volví al taller de ebanistería, que hacía tanto tiempo no pisaba. Se sintió como regresar a casa después de una hospitalización de varios meses. Como si nunca me hubiera ido, agarré los utensilios necesarios y comencé a tallar, tamaño natural, una cucaracha de madera. 

Una noche, justo el día en que el abuelo comenzó a tomar su nuevo medicamento, todos estaban en la cocina preparándose para cenar. Entré a la habitación con las manos en la espalda: en una llevaba la cucaracha que había fabricado, en la otra un martillo. Parada junto a la mesa, justo enfrente del Abuelo, tosí para llamar la atención y todos me voltearon a ver. Coloqué mi creación insectil en la mesa y la dejé allí unos segundos, para que los presentes pudieran contemplar qué era… y antes de que nadie preguntara nada, alcé el martillo y descargué un solo golpe destructor sobre ella. 

El impacto dejó mudos a los espectadores. Mientras me miraban con sobresalto y confusión, yo, con toda naturalidad, recogí los pedazos de la cucaracha de madera, los coloqué en un platito que se encontraba al lado, y lo coloqué con tranquilidad frente al Abuelo. 

—Aquí está la Maldita Cucaracha. No te volverá a molestar. 

Él me miró. 

Y no sé si fue por mi acto simbólico, por la nueva medicina o ambos, pero a partir de ese día él nunca volvió a acordarse de la Maldita Cucaracha. 

Cuando el abuelo murió, heredé su arcón. Nadie lo cuestionó. Me tomó un rato decidir qué hacer con él y su contenido. Lo indicado era destruirlo, pero al imaginármelo recordaba aquello de que nada se crea ni se destruye, solo se transforma. Así que opté por justo eso: transformarlo. Incineré todo sin volver a husmear un segundo siquiera, pero conservé las cenizas. Luego, tras mucho buscar quién me hiciera el favor, mandé construir una gran esfera de hierro dividida en dos, con un hueco adentro; luego, metí las cenizas y la llave en el hueco y se soldaron las mitades. 

Cada año, cuando se acerca el Día de Muertos, fabrico una cucaracha de madera, la aplasto con un martillo, pongo los pedazos en un platito y lo coloco en el altar, frente a la foto del Abuelo. Es mi manera de recordarle que sus secretos están a salvo conmigo. 

Imagen tomada de AMARU

Escrito por:paginasalmon

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