Juan se equivocaba: en el principio era el verso. Su yerro construyó una insulsa celebración del verbo como principio rector de la sintaxis. Hacia allá se encaminaron los latinos y sus construcciones entreveradas; hacia allá también fueron los periodistas con sus encabezados impactantes. El verbo se constituyó en el poder supremo de movilidad; en la orden directa. De hecho, encontró en su forma imperativa una semejanza obtusa con los mandatos de la divinidad durante el origen de los tiempos. Si en el principio era el verbo, también en nuestra vida cotidiana. Así pues, el verbo se intuye como una fuerte posibilidad de aprehensión. Por eso, los desconocedores de la gramática tienden a usar los infinitivos como la detonante de sus ideas. “Comentarte”, inicia el reportero enviado tras recibir la palabra. Del mismo modo ocurre en muchos otros círculos insospechados: los infinitivos contraen el misterio de nuestro origen.
A partir de la errata de Juan, los verbos se convirtieron en la función esencial de las composiciones sintácticas. Los idiomas existen por la estructura de sus verbos; en ellos se cifra el tiempo y los involucrados. La imprecisión didáctica de relacionar al sujeto con quien realiza la acción se debe también a las palabras de Juan. En todo caso, lo correcto es decir que el sujeto, como función sintáctica, tiene correspondencia de género y número con el verbo. De todos modos, el verbo se alza como la función primordial. El verbo hecho carne; la carne convertida en totalidad para la comunicación de los hombres.
Cuando los hombres construían la torre de Babel, intentaban ver un resplandor de la esencia de Dios: buscaban al Verbo. Con el fin de castigar la osadía, Dios multiplicó los verbos en el mundo, y ahora se requieren arduos esfuerzos para entender el verbo del prójimo y su correspondencia con el propio. El derrumbamiento de la torre de Babel debió significar también una deconstrucción de la prioridad del verbo gramatical. En cambio, se perpetuó su relevancia y se sigue celebrando su omnipotencia a pesar del insoslayable paso de los siglos.
Para Juan, el verbo estaba con Dios y era Dios mismo. De ahí la necesidad de cifrar a Dios en una palabra: Elohim, Yavé, Dios; ninguna de las cuales es un verbo. Sin embargo, cuando Moisés preguntó por su identidad, Yavé contestó con una tautología de máxima densidad: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14). Su existencia no requería de corporalidad ni, por tanto, de sustantivo alguno. También se puede citar el momento supremo de la creación. “Sea la luz; y fue la luz” (Genesis 1: 3). Dios pensó verbo y se realizó la acción; solo su espíritu podía concebir la acción sin haber existido antes, y entonces desaparecieron las tinieblas. Si ignoramos la naturaleza de los nombres para definir a la entidad suprema, la hipótesis de Juan suele coincidir con las palabras referidas por demás libros sagrados. Aparentemente la definición lingüística corresponde a las apariciones de la divinidad.
Las palabras que Yavé dijo a Moisés fueron acaso el mayor estímulo para el evangelista, pues Dios era el verbo tanto como a la inversa. Para concebirlo en nuestra limitada materialidad, era necesario invocar la acción detonadora de los verbos. La acción y la palabra; la entidad dicotómica de Saussure en su máxima expresión. Dios es sonido y significado, tal vez no forma, pero sí pronunciación divina. Yavé es el sonido que todo significa y todo puede; por tanto, es posible experimentar su grandeza en la omnipresencia de los verbos. Dios es al verbo como el mundo es a la oración: un centro móvil, una influencia a veces también ausente. Para Juan, ese verbo divino era la síntesis que se volvió hombre y estuvo en la tierra para difundir un mensaje de amor.
Sin embargo, el amor mismo como emblema universal se contrapone con la idea de Dios como verbo. Se le atribuye a Juan, el apóstol y evangelista, una carta dirigida a ciertos habitantes de Asia, cuya cultura y ubicación es realmente desconocida. En cierto modo, el anonimato del destinatario sirve para volver universales las palabras de Juan. Su mensaje invita a la fe, y sostiene, sobre todo, la grandeza del amor de Dios. Se puede resumir esta epístola como la prolongación del mensaje del Hijo: amémonos los unos a los otros. Así pues, con esa premisa se expresa la suprema voluntad de Dios, pero también su esencia, pues “quien no ama no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1ª Carta de Juan 4:8). Esa afirmación detona una serie de cuestionamientos sobre las propias afirmaciones del evangelista: si Dios es el verbo, ¿es también amor (otro sustantivo)? ¿Amar es el verbo que cifra a Dios? ¿El amor construye y cifra toda la humanidad? Las derivaciones de esa hipótesis implicarían una serie de imágenes eróticas. Acaso llevaban razón los ejercicios de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, pues comprendieron la sustancia inasible de la suprema divinidad, así como la potencia del acto humano del amor. Quizá se detonaría un puente gracias a las caricias amorosas de los amantes.
Cabe otra posibilidad: alguna de las dos aseveraciones está errada. Como el amor de Dios fue sustentado por esos poetas y algunos otros más de plumas memorables, prefiero enfrentar el primer precepto. En el principio era el verso, una entidad densa, en la cual también confluyen el sonido y el significado, y gracias a la cual se detona el influjo de la divinidad. Cuando Yavé creó la luz, lo hizo por medio de un verso, no de un verbo, pues la luz esperó hasta el término de las palabras (“hágase la luz”) para realizarse auténticamente. También era un verso la expresión que repitió Moisés por encomienda divina; era una contención sonora y significativa de la esencia de Dios. Así, la frase sobre el amor sería el sonido de un verso absoluto, aun cuando la esencia del mismo no recaiga en el verbo.
El verso es una preexistencia; es un sonido volador, en donde se cifra una divinidad inaprensible. Es la convivencia con el silencio, tanto como su ruptura. Es el momento exacto de la revelación. Para Octavio Paz, por ejemplo, el verso fue primero; la prosa, después. Primero se concibió una articulación musical de los sonidos. Luego, su organización con sentido y congruencia. Prístina fue la emoción musical; posterior la lógica sintáctica. En consecuencia, los misterios de Dios se alcanzan con los versos, y su convivencia con el sonido se acerca a la propia definición de los primeros momentos del Génesis. Por medio de versos, se dictaron los comandos para regir el universo, así como el comportamiento de los humanos. En la composición del verso se puede cifrar más fácilmente el poder de Dios, y su hijo, a quien los evangelistas siguen de manera fiel, simboliza la carne de un verso fresco, y no tanto la materialidad de un verbo inubicable.
No obstante, en cierto sentido, Yavé representa el verso; Cristo, la prosa. El Hijo vino al mundo para prosificar con parábolas los mensajes musicales de Dios. Las enseñanzas silenciosas del Padre fueron traducidas por la carne viva del Hijo. El verso y la prosa trabajan juntos para la conformación del universo, así como para el desglose de sus principios rectores. Después de todo, era un ejercicio clásico el de la prosificación; hoy sigue siendo una funcional herramienta de análisis para extraer el sentido de los poemas. Así, por ejemplo, lo concibió Alfonso Méndez Plancarte al emprender los arduos trabajos para prosificar el papelillo de sor Juana Inés de la Cruz. Esta última tuvo, además, la facilidad para expresarse con la música y la carne, es decir, con el verso y la prosa, tal como se demuestra con su agilidad de sonetista, su destreza en los romances, su silva que llaman El sueño, y también en sus cartas y digresiones. Dotada por un talento acaso divino, Juana Inés supo la relevancia de los discursos en el propósito de asir la divinidad.
Incluso si se dudara de la premisa, es decir, si se cuestionara la misma existencia de las entidades omnipotentes y sus hijos encarnados, la profundidad del discurso seguiría siendo la misma. Primero fue el sonido; luego, el sentido. El verso es, en esencia, una unidad sonora, que después se transformó en gráfica. La prosa, en cambio, es la materialidad. No importan las versificaciones regentes durante siglos, pues pronto se llegó a la resolución de conservar los versos pese a la inexactitud de sus medidas. Verso y prosa conviven como opuestos inseparables; como principios detonadores de nuestro sentido, y acaso también como símbolos de la potencial armonía de la especie humana.
Imagen «Apóstol San Juan» de Cristóbal de Villalpando (1649-1714). Tomada de Mediateca INAH