¿Qué podría ser peor que todo aquello? “Por favor, trágame, tierra”. Pero la pinche tierra nada más no se abrió. “¿Qué tanto me ven?”. Estas palabras eran un enjambre en la cabeza de Itzel. Fingió alegría para seguirles el juego. No obstante, la angustia ya se le acumulaba en el estómago. Un par de segundos después llegó a la conclusión más realista: no tenía escapatoria.
Sus desventajas eran varias. Primero, estar sentada en una silla como estúpida y con una enorme mesa delante obstruyéndole la huida equivalía a un esfuerzo doble: había que realizar una maniobra evasiva y echarse a correr. La segunda desventaja era que la superaban en número, al grado de rodearla junto con la mesa. La chica no estaba atada y, sin embargo, sentía que no podía moverse. Que se encontraran detrás de ella era su forma de demostrar su afecto, de verse amigables. A Itzel solo le causaban parálisis. Y esa era su última desventaja: el golpe anímico que el miedo y la vergüenza le habían asestado y del que ya no se recuperaría.
Tragó saliva. ¿Cómo era posible que algo así fuera grato para alguien? Pensó en su mejor amiga Lety, en las compañeras de la secundaria, en sus primas, en su mamá… Seguramente pasaron, pasan y pasarán por lo mismo. A algunas de ellas hasta les daba risa. Pensó también en que los hombres no eran ajenos a todo eso, pero la gran mayoría tiene la oportunidad de poner resistencia. Vaya mundo… “Yo solo quería ponerme peda”, caviló, “no lo de pinches siempre”.
Itzel respiró hondo y decidió quedarse impávida. Buscando una pizca de humanidad en sus ojos, miró los rostros de cada uno de los presentes. No halló correspondencia. Sus piernas comenzaron a agitarse y sus palmas estaban mojadas. Se dijo a sí misma: “Esto no me pasaría si viviera en Europa o en cualquier otro lugar, lejos de este chiquero”. Percibió el temblor de su quijada. Lo usual es que pase en México. Como siempre y como en todo, México.
El momento se acercaba. Observó la mesa con detenimiento. Alcanzó a apreciar un cuchillo en la cercanía. “No, Itzel, en qué estás pensando”. En su mente ya se dibujaba toda una escena cuando una risotada la sacó de sus reflexiones. “¿Por qué tan seria?”, le preguntaron. Más carcajadas. Clavó sus uñas en sus muslos e intentó sonreír, mas apenas se asomaron sus dientes. En la turba identificó a algunos amigos. “Pendejos… como si esto fuera un espectáculo”, maldecía la adolescente en su interior. Luego, una mano se posó sobre su hombro. No aguantó, y aquel fue motivo suficiente para agarrar valor, voltear y espetarle al confianzudo sujeto: “No me toques”. Nada excitaría más la impotencia de la joven que percatarse de que este, lejos de mostrarse comprensivo con ella, disfrutaba de su enojo.
La canción que salía de unas bocinas terminó. El corazón volvió a palpitarle en los oídos. Por fin advirtió un aroma dulce en el entorno. “Aquí viene”. Cerró sus ojos. ¿Qué era esto?, ¿un sacrificio? ¿Por qué hay que aguantarlo a la par que uno crece? Esperó unos instantes para después escuchar el llamado del caos:
—¡MOR-DI-DA! ¡MOR-DI-DA!
—Ándale, Itzel. ¡Nadie te va a aventar al pastel!
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