Mi primaria fue pequeña y diversa, así que, bien que mal, logré salir adelante sobre aquella cuestión. Pero en la secundaria todo cambió: por motivos muy largos de explicar, pero que involucran a un cretino al que se le ocurrió robarse y divulgar los expedientes médicos de los alumnos, todo el mundo se enteró de mi extraña fobia. El responsable de la travesura fue expulsado de inmediato; no por idiota sino por “sustraer documentos confidenciales” (como si fuera Julian Assange y no un imbécil cualquiera). Pero el daño estaba hecho.

Lo más común fueron las malas pasadas que a cualquier víctima elegida le tocarían, así que es ocioso enumerarlas. Más personal fue, en cambio, que metieran furtivamente fotos y dibujos en mis cuadernos. Los más tarados concluyeron que lo que me aterraba eran las garras y los colmillos, así que de vez en cuanto me saltaba encima algún gracioso con colmillos de vampiro, o una compañera trataba de espantarme con sus uñotas postizas; no es que esas tonterías en efecto me asustaran, pero, como dicen, “la intención es lo que cuenta”. Las cosas se pusieron serias cuando colaron un gran danés en la escuela y casi me causan un infarto. Pero quien se lució fue el que un día, en medio del silencio de un examen, desplazó sigilosamente su celular detrás de mi banca y accionó la grabación de un rugido. Seguro mi reacción no tuvo precio.

En casa tampoco estaba del todo a salvo. A mi hermanita le entró la obsesión de tener un gato, y, obviamente, yo era la razón principal de que mis padres no cumplieran su deseo. Así que ella se desquitaba atormentándome de todas las maneras que su infantil ingenio pudiera concebir, aunque eran nimiedades en comparación con lo que me podía pasar en la escuela. En realidad, su rencor me lastimaba más que sus acciones.

Siendo claros, mi fobia, mi miedo incontrolado, es hacia las fieras. O, por usar un nombre menos poético, a los depredadores. En mis pesadillas siempre han abundado tigres, leones, lobos, osos y caimanes; me he despertado gritando y bañado en sudor, después de que alguna de estas creaturas me ha perseguido y acaba abalanzándose sobre mí, con sus armas naturales desenvainadas y la certeza de que su víctima ya no puede escapar. Las mascotas no me molestan en sí mismas: me causan problemas en la medida en que me recuerdan a sus parientes salvajes, como cuando a un gato le da por ejercitar sus instintos cazadores o un perro le ladra a un extraño.

Irónicamente, la persecución escolar, motivo de mis desgracias, también me ganó el único beneficio al que pude aspirar en ese ambiente: mi amigo Luis, el cleptómano. Aunque se supone que tenía su manía bajo control, se volvió el apestado ideal: los idiotas adoran tener un chivo expiatorio, un enemigo público ¿Quién mejor que un ladrón compulsivo, al que le pueden echar la culpa cada vez que desaparece algo? A mí me arrinconaron con él y nos volvimos socios criminales. A veces literalmente: su “patología” lo había llevado a aprender a forzar cerraduras y candados, y de vez en cuando usaba su talento para vengarse discretamente de los neandertales que nos rodeaban allanando un casillero e introduciendo en él regalitos nefastos. Pero a mí eso no me bastaba; de lo que tenía ganas era de triturarles a todos la cara a escobazos, de asarlos a la parrilla, de encontrarlos un día ahogándose en el río y no salvarlos. Vaya, lo normal.

Un primo mío, mucho mayor que yo, era el único que me escuchaba sin criticar, sermonear o escandalizarse. Aseguraba haber pasado más o menos por lo mismo (aunque sin fobia peculiar de por medio) y decía que todo era temporal, incluyendo los deseos violentos: cuando terminó la escuela, me contaba, y pudo decidir más sobre el rumbo de su vida, empezó a encontrarse con menos idiotas y más gente agradable, y eventualmente el hambre de venganza se fue diluyendo; hasta se volvió pacifista. Pero lo más interesante que me ha compartido fue la siguiente reflexión: “¿Qué es un animal salvaje?”, me dijo, “¿Los leones, los lobos, los tiburones? Ellos solo atacan para obtener comida, para defenderse o como parte de instintos y rituales que no pueden evitar. En cambio, los humanos atacan para sentirse bien consigo mismos; eso a mí me parece mucho más salvaje”.

En esas épocas inicié un tipo especial de terapia, de esas que consisten en darte órdenes y torturarte hasta que ya no te afecten las cosas. Incluyó forzarme, por ejemplo, a ver documentales sobre depredadores. Fue mi primo quien me sugirió, como alternativa, sustituir aquello por películas y Literatura, bajo la hipótesis de que una trama interesante es un mucho mejor aliciente para sobrepasar el miedo. Me recetó a Kipling, a Jack London (a medias) y a Jean-Jaques Annaud, aunque me sugirió que me lo tomara con calma con Horacio Quiroga.

Narro todos estos antecedentes porque lo cierto es que, si no fuera por ellos, quizás no hubiera llegado a hacer lo que hice.

El incidente ocurrió el día de la feria, una tarde de fin de semana. Una de esas actividades escolares que no tienen ningún aporte educativo; si se trata de incentivar la convivencia y el sentimiento grupal, no veo qué tiene de especial un paseo como ese, cuando ya hay convivencia a la hora del recreo o fuera de la escuela. Además, lo que en realidad hace falta no es enseñar a convivir, sino enseñar a convivir pacíficamente… lo cual, en este caso, me parecía una causa perdida.

El asunto es que allí estábamos todos los de segundo, vestidos de camisa roja y jeans, “conviviendo”. La actividad principal fue el rally, que concluyó a la hora de comer, y después nos dejaron divertirnos por nuestra cuenta. Y así, llegó un momento en el que me encontré deambulando solo. Los maestros tenían a Luis bajo estricta vigilancia, pues a varios no les pareció buena idea dejar al cleptómano suelto en ese escenario, y él me insistió en no pasarme la tarde compartiendo su arresto. Así que acabé paseando sin interés por el lugar, haciendo tiempo, mirando alternativamente a la multitud pululante que me rodeaba y al paisaje cercano: el apacible boscaje de la colina, con el que colindaba la feria.

De pronto, una mano me agarró del hombro imprevistamente. Al voltearme, sobresaltado, me encontré con la cara imbécil del “Poste” sonriendo de oreja a oreja. —Te estábamos buscando. Acabamos de encontrar algo que es perfecto para ti— dijo. Detrás de él había otros cuatro o cinco. Obviamente no tramaban nada bueno.

Antes de que pudiera escaparme, ya me estaban escoltando a la fuerza, como un cuerpo de seguridad (en este caso, de inseguridad), en dirección a una sorpresa que ya sabía desagradable. Todo forcejeo me fue inútil. Nos desviamos hacia los callejones vacíos, por los que solo los trabajadores de la feria han de caminar, y en un momento dado “el Poste” me cubrió los ojos con las manos. Traté de prepararme psicológicamente para un perro de dimensiones descomunales, o tal vez una escultura o una ilustración espeluznantemente detallada. Gran error.

Pronto se detuvieron y me destaparon los ojos de nuevo. Allí, frente a mí, a tan solo unos metros de distancia, había una pantera. Una fiera real, de carne y hueso, más viva de lo que yo estaba. Furiosa. Rugiendo.

Ahora puedo describir el contexto completo, que en ese momento no podía computar. Estábamos adentro de una carpa donde se ofrecía cierto espectáculo: un acróbata, encerrado en la misma jaula que la fiera —una jaula enorme, con un techo altísimo del que pendían una serie de trapecios—, realizaba maromas y saltos mortales alrededor del animal, provocándolo. El humano brincaba como resorte de un punto a otro, esquivando los ataques de la pantera: un momento se encontraba a poca distancia, silbándole o picándola con una vara, y al siguiente ya estaba colgado de la pared contraria o de uno de los trapecios. La jaula era amplísima y tenía un diseño interior extravagante, ideal para que alguien con agilidad extrema realizara todo tipo de acrobacias.

La fiera, encadenada al suelo justo en el centro de su prisión, cedía a las infantiles provocaciones de su antagonista: lo perseguía y se lanzaba furiosa sobre él rugiendo, como si aquello no fuera algo a lo que se hubiera acostumbrado. El saltimbanqui, por supuesto, siempre lograba escaparse, esperando, para deleite del público, hasta el último microsegundo. Es posible que, tras bambalinas, le hicieran algo a la pantera para condicionarla a no desistir, sin importar cuántas veces se le escurriera ese molesto humano; pero tal vez sucedía que, sencillamente, esa era su naturaleza: que fuera un ser demasiado obstinado y orgulloso como para dejar pasar la burla.

Los idiotas me habían colado por la parte de atrás, de manera que quedábamos del lado de la jaula opuesto al público. Costaba que alguien se percatara de nuestra espuria presencia, y ellos pudieron irme acercando, tieso como estaba, cada vez más al recinto del animal, hasta dejarme con la cara pegada a los barrotes. De seguro ya se estaban riendo, pero la verdad no lo sé: en ese momento yo solo sabía que a pocos metros y justo enfrente de mí había un depredador de verdad, encolerizado y en actitud de cacería. Jamás en mi vida había estado cerca de los animales a los que tanto temía: aquella era la primera vez que veía a mi terror en persona.

Empecé a hiperventilar y a marearme; estaba al borde de un ataque de pánico. Fue entonces, deduzco, que el acróbata finalmente salió de la jaula (en ese momento no supe cómo) y aterrizó afuera y a salvo frente al público que le aplaudía. Lo que sucedió a continuación en el resto de la carpa es algo de lo que definitivamente ya no puedo dar cuenta, porque solo recuerdo lo que me pasaba a mí. Después de que su provocador escapara triunfante, la pantera se había vuelto, molesta, de espaldas al público que vitoreaba su derrota. Y entonces sus ojos se encontraron con los míos.

El terror y yo nos miramos a los ojos. No puedo imaginarme qué vio la fiera en mi rostro descompuesto, o si se molestó en ver algo. Lo que hizo fue contraer las facciones de su hocico y… gruñir levemente.

Entonces sucedió alguna cosa en el mundo exterior que interrumpió esa escena. La pantera desvió su mirada, la sujeción de mis anti-guaruras se ablandó, y de inmediato salí corriendo. Me parece que los encargados por fin se dieron cuenta de que unos adolescentes se habían colado, nos reclamaran y vinieran tras nosotros. A lo mejor nos persiguieron, pero yo no huía de ellos, sino de todo lo demás.

Sé que corrí y corrí, en cualquier dirección, hasta que tuve que detenerme para vomitar. Expulsé hasta lo que no había comido, y después me dejé caer al suelo recargándome en un poste metálico. Mientras mis facultades mentales se reiniciaban, comencé a realizar todos los ejercicios de control que se me habían instruido para tranquilizarme en una situación de pánico. Es muy probable que me haya desmayado por unos segundos.

Finalmente, conforme mi aturdimiento se reducía, fui reconstruyendo en mi cabeza los hechos exactos, procesando todo lo que no había podido antes. Experimenté una mezcla de trauma y alivio, pero a la vez surgió una especie de… incomodidad… que lentamente iba formando un peso extra en mi pecho. Sentí, indescifrablemente, que algo había estado fuera de lugar, de que algún elemento del suceso no cuadraba. Esa sensación cobró más y más fuerza cuando recordé la última imagen: el terror mirándome a los ojos, en silencio, sin reaccionar… y de repente, pude formularme la duda que se escondía tras aquél extraño sentimiento: ¿Por qué no reaccionó de verdad?

Millones de veces había imaginado, angustiado, el encuentro que acababa de experimentar en la vida real. Pero jamás había proyectado a las fieras permaneciendo impávidas: si no se lanzaban de inmediato sobre mí era porque primero rugían, aullaban o lo que fuera; jamás se me había siquiera ocurrido pensar que se quedaran mirándome y se limitaran a soltar un simple gruñido. Y que eso hubiera pasado ahora, en el encuentro real, era justamente lo que no cuadraba: tal desenlace no era posible. Aquello que había visto no podía ser mi Terror.

Con cierta consciencia de absurdo, me sentía defraudado. Me constaba que lo que había pasado era contra natura, y eso lo volvía inadmisible: el Terror no podía comportarse de esa manera. Y mientras ahondaba en esas elucubraciones inesperadas, un recuerdo llegó a mí: el diálogo de una de las películas de Annaud que había visto, el cual me había impactado tanto que se quedó tallado: un anciano le decía a un joven que, por haber adoptado un cachorro de lobo huérfano como si fuera una mascota, le estaba arrebatando al animal su “honor de guerrero”.

Eso era. Al Terror, a mi Terror, lo habían amansado. Lo habían amaestrado para responder con agresividad cuando convenía, pero a la vez aislado y despojado de su verdadera naturaleza. Lo habían convertido en un bufón irritable. Lo habían devaluado.

Estuve largo rato en el suelo, perdido en una serie de pensamientos que nunca imaginé que tendría. Para cuando me di cuenta, el sol entraba en el último tramo de su trayecto diario, las atracciones estaban lanzando últimas llamadas antes del cierre, y yo había tomado una decisión. O más bien, una decisión se había apoderado de mí. Reunidas las fuerzas suficientes, me incorporé y comencé a caminar, con lentitud y torpeza, tratando de reubicar lo más pronto posible el camino de regreso al punto de reunión.

Cuando llegué, Luis seguía donde lo había dejado: en un puesto de comida, a una distancia precavida de donde los maestros platicaban entre sí. Me senté junto a él y de inmediato le susurré al oído: —¿Traes tus tijeras?

“Las tijeras” era el eufemismo para sus pinzas de presión favoritas, unos alicates modernos y convenientemente compactos, que secretamente solía llevar a donde pudiera “por si las moscas”. Al oír eso, él me miró alarmado: mencionar aquello tan cerca de las autoridades, aunque fuera susurrado y en clave, era demasiado imprudente.

—Necesito hacer algo con una cadena— le expliqué, bajando aún más la voz. Él me miró. En sus ojos, el desconcierto cedió ante la intriga, que él nunca ha intentado resistir.

Luis se sale con la suya porque, cuando no es víctima de su manía, no usa sus dones gratuitamente. Puede escabullirse a la perfección de un grupo de maestros que pretendan custodiarlo, como hizo aquella tarde, pero no lo hace a menos que tenga una buena razón. Al parecer, que yo pretendiera hacer alguna cosa turbia era una razón suficientemente buena.

Yo, que tenía que guiar, caminaba por delante, con las pinzas de Luis escondidas en mi espalda, dentro de mi camisa y mi pantalón; él me seguía lo suficientemente de cerca como para bloquear la vista de ese bulto sospechoso en mi área lumbar. Como no recordaba el camino, nos tardamos mucho más tiempo del que me hubiera gustado en encontrar la carpa de la pantera, y dimos una cantidad de vueltas que me hizo sentir un poco ridículo. Todavía quedaba una pizca de sensatez en el fondo de mi mente vociferando que lo que estaba planeando era desquiciado… pero en realidad no estaba planeando nada: me estaba dejando llevar por una resolución.

Finalmente encontramos la carpa correcta, que, como muchas, acababa de cerrar. Aunque la salida ya estaba bloqueada desde adentro, no era nada que detuviera a un experto como Luis picado por la curiosidad. Afortunadamente, el interior estaba desierto salvo por el ocupante de la jaula, que era el importante: el felino dormía, aún con la cadena al cuello. Al notarlo en la relativa penumbra, Luis se detuvo y me volteó a ver, alarmado.

—¿Podrás abrir esa jaula? — le pregunté susurrando. Sabía que, alicates o no, Luis siempre cargaba consigo algunas chucherías aparentemente inofensivas que le podían servir de herramientas improvisadas. No necesité mirarlo para deducir su incredulidad ante mi pregunta, así que me le adelanté: —Solo dime si sí o no—. Él se acercó para examinar la cerradura; la jaula tenía cuatro entradas, una de cada lado. Después, caminando de puntitas, volvió a donde estaba yo.

—Sí, creo que sí, pero ¿Qué te propones, exactamente? Si esto es parte de tu terapia, creo que te estás yendo un poco al extremo— contestó, también en susurros. No respondí, solo me concentré en planear la ejecución de mi proyecto.

La pantera, si no se había despertado ya, sin duda lo haría en cuanto Luis empezara a trabajar en la cerradura, lo que significaba que para cuando abriera la puerta ya estaría en posición de ataque y no podría acercarme a la cadena sin tener que pasar por sus garras. Empecé a analizar la jaula y noté que, a partir de cierta altura, ésta se dividía y la distribución de los barrotes cambiaba, dejando espacios menos estrechos. Súbitamente entendí cómo el acróbata había salido de allí sin usar ninguna de las puertas: un cuerpo razonablemente delgado podía deslizarse entre las barras en ese punto; la pantera, en cambio, no podría escalar hasta allá con la cadena restringiéndola, y mucho menos escaparse.

Rápidamente se formó en mi mente una estrategia, y decidí que no se me ocurriría una mejor.

—Necesito tu ayuda—, le dije a Luis, —pero va a ser peligroso, así que si prefieres no hacerlo…

—Ya dime de una vez qué te propones.

—Liberarlo— fue mi respuesta, y antes de que pudiera hacer otra pregunta, le indiqué: —Yo voy a escalar la jaula para entrar y cortar la cadena, mientras tú encárgate de la puerta. En cuanto termines, quítate de inmediato del camino.

Dicho eso, cerré los ojos, respiré profundamente varias veces, escogí un trabalenguas que usar como un mantra para mantener mi mente ocupada, y me lancé a la acción.

Sabía que la única manera de no paralizarme era no pensar demasiado en la locura que estaba cometiendo, así que me moví con rapidez. Di un rodeo a la jaula para subir por un ángulo distinto, pensando que entre más distancia pusiera entre yo y Luis, más dudaría la creatura a quién volverse. Mientras avanzaba, me esforcé por no voltear a ver al felino, pero en cuanto empecé a escalar escuché un terrible sonido gutural: había despertado. Mi instinto quiso paralizarme, pero logré concentrarme lo suficiente para seguir adelante y, sintiéndome hasta el cuello de náuseas, comencé a escalar. Entre tanto, mi amigo ya había puesto manos a la obra con su parte de la misión.

Sin mirar ni abajo ni a los lados, tras más de un resbalón y con las palmas de las manos adoloridas, llegué a la parte superior y crucé al otro lado. Allí ya no pude evitar detenerme: la altura bajo mis pies y la perspectiva de saltar al suelo así como así permitieron a la razón hablar por fin: lo que estaba haciendo era una demencia de proporciones himalayas.

Por si fuera poco, en ese momento la fiera se puso justo debajo de mí, donde ya no pude ignorarla. Por segunda vez nuestros ojos se cruzaron, por segunda vez me mostró los dientes, y por primera vez me rugió. Finalmente me petrificó el pánico. El mantra se había enredado tanto que había perdido su utilidad.

La pantera ya sabía que la cadena en su cuello no le permitiría alcanzarme donde estaba, pero estaba preparada para cualquier movimiento que se me ocurriera hacer. Yo, por otra parte, todavía estaba a tiempo de abortar mi misión descabellada. Pero en seguida escuché la voz de Luis gritándome: —¡Lo que vayas a hacer, hazlo o no lo hagas, pero no te quedes allí varado como idiota!

Tenía razón: no podía quedarme inmóvil, ya no. Junté la voluntad suficiente para alejar mi mirada del Terror y dirigirla al frente: vi a un par de metros uno de los trapecios de los que se había valido el acróbata durante el espectáculo. Antes de que mis fuerzas me abandonaran, hice un rápido cálculo y salté. Mi idea era agarrar el trapecio y con él impulsarme para aterrizar, sin importar en qué estado, en el centro de la jaula. Más o menos lo logré, pero mi inexperiencia hizo de las suyas. De inmediato me encontré en el suelo lleno de paja con el cuerpo adolorido, a poca distancia de mi objetivo principal: la argolla de la que estaba sujeta la cadena. Había tenido el buen instinto de proteger mi cabeza al caer, pero mis brazos lo resintieron.

De inmediato me vi obligado a comprobar la reacción de la fiera. Ésta se tomó el tiempo de dar un rugido de advertencia antes de lanzarse sobre este intruso. Sin atreverme a mirarla a la cara y con las piernas temblando, saqué las pinzas de mi espalda y las blandí hacia adelante, queriendo despertar su precaución ante un arma desconocida y así comprar un poco de tiempo. También ayudó que Luis la distrajera lanzándole algo a la cabeza (no alcancé a ver qué, pero sé que había mucha basura en el suelo dentro de la carpa).

Aunque me encontraba al borde de un ataque, no desaproveché la oportunidad y me acerqué a la argolla al tiempo que quitaba el seguro de las pinzas; resultaba que la cadena no estaba directamente enganchada a aquélla, sino que había un candado por intermediario. Coloqué las pinzas en posición y comencé a presionar, sumido en la desesperación y el pánico. La pantera rugió de nuevo, pero aún no atacaba; creo que intentaba entender qué estaba tramando.

En cuanto el metal del candado cedió, agarré la cadena, la saqué del artefacto roto y, todavía con la mirada clavada en el suelo, la lancé hacia adelante: la fiera debía tener completa comprensión de su libertad. Medio segundo después se oyó el chirrido metálico que esperaba y que no habría podido ser más oportuno: la puerta estaba abierta.

Oí cómo Luis le gritaba a la Pantera y, en seguida, sus pasos apresurados. Como le había indicado, se apartaba rápidamente del camino. A eso siguió un silencio.

Muy lentamente comencé a levantar la cabeza, y finalmente posé los ojos sobre el Terror. La creatura, manteniendo una postura prudente, miraba alternativamente hacia mí y hacia la puerta abierta. Por tercera vez, mi Terror y yo nos miramos a los ojos. Entonces, sin mostrar más interés en mí o en Luis, a quien alcancé a ver asomándose detrás de una silla, el animal salió apresurado de la jaula, arrastrando la cadena. En cuanto desapareció de mi vista, todo el estrés al que le había llevado la delantera me alcanzó, y caí.

Aún tras despertarme, pasó un buen rato antes de que pudiera recuperarme por completo del desmayo y lo que lo había precedido. Tengo el vago recuerdo de ser arrastrado y escuchar a Luis pidiendo ayuda. Volví en mí recostado en los asientos del autobús, camino de regreso. La maestra de deportes, haciendo de enfermera, me ofrecía una Coca-Cola mientras aseguraba que todo estaba bajo control. Cuando empezaron las preguntas, fingí que estaba más desorientado de lo que en verdad estaba, para evadirlas.

Mucho después, cuando estuvimos solos, Luis me contó lo que había pasado. En cuanto la Pantera se largó, como tenía que hacer —debió llegar pronto a por donde todavía estaba circulando gente, porque empezaron los gritos y el caos—, y yo perdí el conocimiento, él de inmediato volvió y me sacó a rastras de la jaula y de la escena del crimen, por la entrada opuesta de la carpa, y empezó a pedir ayuda como un desesperado; no porque en verdad lo estuviera sino como una actuación. Hay que admirarlo por su rapidez para improvisar; cuando finalmente se encontró con una maestra que ya nos estaba buscando, la versión que inventó fue que nos escabullimos porque yo quería mostrarle no sé qué y de pronto habíamos avistado una pantera salida de quién sabe dónde, lo que causó que me desmayara.

Su historia era verosímil, el pánico y la voz de alarma en toda la feria ya se habían dado, y la situación era demasiado grave como para tomarse el tiempo de cuestionar a Luis: la maestra simplemente puso manos a la obra y me cargó. Tampoco llegó a notar las pinzas que Luis escondía en su espalda.

Lo que pasó ese día fue tan confuso que a nadie de entre los maestros se le ocurrió sospechar de nosotros. Si lo hicieron fue después, cuando las noticias oficiales informaron que la puerta posiblemente había sido forzada y un candado había sido cortado, pero no existía evidencia ni posibles motivos que nos inculparan ¿Por qué íbamos precisamente yo y mi compinche a liberar a un depredador? Los compañeros, sin embargo, algo presentían, por saber que yo conocía la existencia de la Pantera; Luis, diabólicamente, se aseguró de expresarse con vaguedad y sugestión para aumentar el suspenso. La ventaja es que, además de no tener evidencia, no podían acusarnos de nada sin confesar lo que me habían hecho a mí.

Entre la confusión y la ineficiencia ante una situación impredecible, la Pantera no había encontrado, por lo visto, grandes obstáculos. Parece que en algún punto se pudo librar de la cadena, ahora sin refuerzo, antes de trepar las rejas que marcaban el límite de la feria y escapar hacia el boscaje… debió hacerse mucho daño con el alambrado de púas, pero eso no la detuvo. Las autoridades la encontraron a eso de la medianoche, sin que sus carceleros pudieran ahorrarles las molestias.

En cuanto se difundió la noticia del incidente, grupos protectores de los animales reclamaron la custodia del animal, y no les costó mucho adquirirla después de que se descubrieron incumplimientos legales por parte de sus “dueños”. A ese escándalo se sumaron las múltiples quejas y demandas hacia los organizadores de la feria debido al riesgo que corrieron los asistentes. Todo ello culminó en la promesa de que nunca se volvería a aceptar allí una atracción que incluyera animales salvajes.

A mí me llevó semanas recuperar la calma (“estrés postraumático”, le llaman ahora), pero en ningún momento me arrepentí. Sí me deshice en disculpas con Luis por varios días, pero él me agradeció la breve aventura; Luis no es como yo: él ama los riesgos. No quise enterarme de lo que pasó con la Pantera: ignoro si ahora está en otra feria, en un zoológico, en una reserva, o en una selva de Asia. Algún día me animaré a averiguarlo.

Mi fobia no ha desaparecido, pero sí mejoró tras aquella experiencia extrema. Ahora no tengo problema con las mascotas, al menos si son amistosas, y mi hermana es feliz con su nuevo gatito; mis padres se sorprendieron de que les insistiera para conseguirlo, y lo interpretaron como un milagro de la terapia. En la escuela, los idiotas le bajaron bastante al bullying, y algunos hasta empezaron a ser simpáticos. Pero ¿Por qué aceptar una amabilidad ofrecida después de tanto desprecio? Que se jodan; me quedo con mi amigo el ladronzuelo.

Todavía no llego al punto que menciona mi primo, el de dejar de guardar rencor, pero al menos ya no fantaseo con descalabrar a todos a escobazos. Después de ver al Terror a los ojos, por fin pude asimilar la diferencia entre los enemigos que no valen mi atención y los que sí.

Ilustración «Black Jaguar», de Hioderro

Escrito por:paginasalmon

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