–¡Que te pongas los malditos zapatos!, ¿es que acaso quieres agarrar un catarro? –dijo su mamá. Pero a Rubén realmente no le importaba enfermarse. Le gustaba palpar con los pies a su perro Mollete: percibir el tracatrán de su corazón y sentir los afelpados pelillos que se le metían entre los dedos y le hacían cosquillas. Le gustaba también brincar y correr para que las plantas de sus pies entraran en contacto con el mosaico frío del departamento. Jugaba entonces a ser explorador. Se imaginaba viajando a mundos congelados, el Polo Norte o tal vez la Antártida, donde se convertía en un arriesgado aventurero con el poder de amaestrar osos polares y construir iglúes del tamaño de un castillo. Pero a Rubén, sobre todo, le gustaba remojar sus pies debajo de la mesa. 

–Debajo de la mesa está el océano –le había dicho a su mamá. Pero a lo mejor la señora Roa estaba muy ocupada cortando cebolla y fue por eso que no lo escuchó. –¿Te acuerdas del día en que comimos albóndigas? Ese día vi muy cerquita de tus pies ¡Un calamar gigante! –le había dicho a su papá. Y seguramente fue porque el señor Roa estaba inmerso en el complejo arte de contemplar el periódico que ni siquiera lo miró. –El día que tiraste la leche sobre el mantel no te creas que fue un desperdicio. Ese día, gracias a ti, se alimentó toda una parvada de caballitos de mar –le dijo a Raquel.  –No se dice parvada y no seas mentiroso –le respondió su hermanita. –Esos son inventos tuyos, como los juegos de la Antártida.

Por eso, Rubén dejó de hablar de ballenas y tiburones. Mejor era que se guardara el secreto para él, para sus ojos y sus pies traviesos, piececitos que chapoteaban contentos mientras eran mordisqueados por juguetones peces tornasoles. Fue el día que comían calabacitas rellenas cuando a Raquel se le cayó su tenedor debajo de la mesa y de un salto fue a buscarlo. Raquel, Raquelita, su hermana pequeña. Y mientras Rubén le daba un mordisco a las calabazas, vio a las medusas iluminar el camino de su hermanita, que apenas aprendía a nadar.

***********

En el pueblo de Arkana nunca nada había pasado, y entonces llegó el eclipse. Era una mañana como cualquier otra, excepto por el detalle de que aquel día todo amaneció en la más incierta oscuridad. Claro que «eclipse» es una forma de llamarlo, pues definitivamente eso que impedía a la luz solar llegar a la superficie no se trataba de ningún satélite. Y tampoco parecía una nube, ni un planeta. De hecho, no se sabía qué es lo que era, pero ahí estaba aquella cosa disforme, aquella sustancia opaca que, así como así, había aparecido.

La situación primero causó sorpresa y curiosidad, pero mientras los días y las semanas iban transcurriendo en penumbras, reinaron el desconcierto y las preguntas. Periodistas de todo el mundo se interesaban en cubrir la nota, científicos trabajaban día y noche, y todos hablaban de aquello que les había robado luz. No era solo la falta de calor o la interrupción del proceso de fotosíntesis en las plantas lo que les preocupaba, era más bien que en un lugar como Arkana, que siempre se había caracterizado por su luminosidad, nadie estaba acostumbrado a vivir en las tinieblas. 

Las sombras se habían apoderado de Arkana y ahí, en donde no pasaba nada, de pronto comenzó a suceder todo: hambre, miseria, guerra, podredumbre. La gente se miraba diferente y recelosa entre ellos mismos y a los demás, y es que la oscuridad tenía un influjo casi mágico, que los hacía más perversos, pero más ellos.

Se cuenta que en la época del eclipse muchas personas enloquecieron e inventaron historias para tratar de explicar su compleja realidad. Había grupos religiosos en espera de la llegada del Dios Sol, a quien llamaban el mesías libertador, portador del tridente sagrado. Un hombre histérico aseguraba que nadie existía en Arkana, pues todos eran fruto de la imaginación de un niño que comía calabazas, y una mujer demente gritaba cual profeta que el eclipse había sido provocado por el cuerpo inerte de una niña que flotaba en el espacio.

***********

Cuando Rebeca se dio cuenta del charco de agua en medio de su sala no le dio tanta importancia, seguramente Marisol la había tirado. Eso suelen hacer las niñas de cuatro años: tirar agua, rayar paredes, ensuciarse por completo y complicar la vida. Pero cuando estaba limpiando el charco, una gota de agua le cayó en la cabeza, entonces se dio cuenta de la mancha de humedad en el techo y de que era un problema que habría que arreglar visitando a los vecinos.

Rebeca subió esa misma mañana las escaleras de aquel viejo edificio para tocar la puerta del departamento 303. Les explicó a sus dueños que el agua de la regadera o tal vez de alguna llave se estaba trasminando hacia su departamento, pero se encontró con la sorpresa de que lo único que había sobre la gotera era el comedor de la familia Roa. –Tal vez sea una cuestión de las tuberías, le preguntaremos a la administradora y te avisaremos –le dijeron a Rebeca. Ella sabía que nada se arreglaría ese día, así que decidió olvidarse un poco del asunto, colocar bajo la gotera una cubeta y esperar paciente.

Glop, glop, glop, sonaban las gotas, y Rebeca decidió darse prisa en hacer todos los quehaceres del día. Puso uno de sus discos favoritos y se apuró a sacudir las cortinas. Trataba de ignorar el goteo mientras barría y trapeaba la sala. Tallaba camisas con cuellos percudidos y calcetitas pintadas de mugre mientras su imaginación se iba a otra parte, a bailar a la orilla de una playa al ritmo de un bolero viejo. 

Y mientras a ella el glop, glop, glop no le importaba, para Marisol fue un descubrimiento, pues se sentó frente a la cubeta para ver el agua caer. Y allí se quedó como hipnotizada por horas. ¡Qué bonito era ver a Marisol así tan inmóvil y callada!, sin sus patitas de rata corriendo por todos lados y sin sus manos de trapo embadurnando todo. 

–Vamos ya a comer, Sol –dijo Rebeca. –Ya voy, mami. Es que el agua me está contando secretos –respondió la niña. A Rebeca no le importó, porque no tenerla encima todo el tiempo con sus ojos tan azules e inquietos, y la traslucidez de su piel albina que la ponía tan de malas, era un alivio. Mientras comía la vio, absorta en la contemplación de las gotas que no dejaban de caer, maravillada ante un suceso del todo cotidiano. 

No le importó lo inmutable que se veía, ni que metiera su pequeña mano a la cubeta para sacar aquel tenedor de la nada, ese cubierto oxidado que levantó como si fuera un triunfante estandarte, ni que sus ojos casi trasparentes emitieran aquella potente mirada, llena de espirales de fuego, ni que con sus cuatro añitos dijera con una claridad asombrosa: –Yo soy la mesías–, ni que con un aire victorioso y casi ridículo ingresara a la cubeta para sumergirse y desparecer en ella. 

Pero cuando Marisol no volvió, Rebeca se estremeció al darse cuenta de que no tenía un cuerpo al que llorar ni una explicación que dar a su marido.

«Night Swim» de Jessie Homer French. Imagen tomada de Clearing gallery

*Este relato se publicó originalmente en Quinta antología de Escritoras Mexicanas, FENALEM, 2022.

Berenice Ibarías (Ciudad de México, México, 1987). Estudiante de posgrado, actriz y coordinadora de viajes. Cursa la maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la UAM Azcapotzalco. Ha publicado cuento y minificción para medios como Página Salmón, El Universal, Especulativas, Serendipia y Voz del Narrador. Ganadora de la V Antología de Escritoras MX (2022), mención honorífica en el Concurso de Minificción convocado por Voz del Narrador (2022). Como dramaturga, ha escrito obras para adolescentes que han sido puestas en escena. Colabora en el proyecto audiovisual El Conejo sin Luna. Sus intereses y temas se centran en literatura de irrealidad, horror y teatro.       

infancias, portales, océano, oscuridad

Escrito por:paginasalmon

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s