Ángel sabía que al escribir el punto final de este cuento moriría. Era algo inevitable: ya lo habían dicho Barthes y Foucault, y los franceses nunca se equivocan. Tras el pánico, la depresión y el reproche de no haberse dedicado a algo menos peligroso como la pedagogía o la contabilidad, pensó en lo que podría hacer para extender su vida. ¿Narrar cualquier estupidez absurda?; ese no era su estilo. ¿Olvidar que quería hacer una minificción y comenzar una serie de novelas interminables como Proust o Knausgård?; su ego no daba para tanto. ¿Decir que pasaron años y años?; las elipsis daban el mismo resultado. Tal vez muy en el fondo quería morir y por eso inició la narración con su nombre, como una suerte de suicido elegante. Como una pirámide, una guerra o una religión.
Se supo encerrado en su estilo, cercado por puntos y comas. Lo asfixiaban las palabras largas y los extranjerismos.
¿Y el lector? Ese siempre había estado ahí: atento y absorto. Como un espectador estoico que seguía lenta e indolentemente las acciones, palabra a palabra, sin perder detalle. Ese lector había guiado a Ángel desde la revelación de su muerte hasta este momento. Tal vez simpatizaba con él a ratos y ambos se sabían juntos en esto, pese a que el lector estuviese alejado de todo peligro. Muchas de las palabras que le fueron describiendo tenían un sabor extraño porque el lector agregaba sus complejos y manías. Entre más leía, su agonía se iba alargando. Hasta ese momento cayó en cuenta: quien en realidad lo estaba matando era el lector. Aquel desvergonzado insensible que lo había visto sufrir en silencio. Ángel pensó en lo retorcida que estaría la mente de aquel desquiciado para disfrutar el dolor ajeno.
Ahora su vida dependía de la cantidad de líneas que él escribió sin pensar en las consecuencias y de un loco megalómano que jugaba a ser Dios con la imaginación. Era injusto: él sólo quería escribir, ganar algún concurso y obtener un poco de fama para no tener que malvivir trabajando en una excretable oficina o perder su juventud contestando un teléfono por años. Y ahora estaba por morir.
Tal vez sería lo mejor. Lo más cercano a una muerte piadosa. Como sacrificar a un viejo animal que desvaría y se vuelve peligroso. Un modo extraño de eutanasia. Pero antes de morir, completamente resignado a escribir con toda la furia de sus manos ese punto final, no se quedaría con las ganas de hacer una última cosa:
—Lector, vete a la mierda.
Imagen tomada de UNC
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