Fotografía de Manuel A. Gálvez
—¿Mas el arte?…
—Es puro juego,
que es igual a pura vida,
que es igual a puro fuego.
Veréis el ascua encendida.
ANTONIO MACHADO
En la estética hegeliana, la obra de arte bella es la primera certeza del espíritu en su inmediatez sensible. No es la belleza natural, porque el reino de la naturaleza sucede en la más dura indeterminación eidética, y su traza desligada del espíritu emplaza muy lejos de la verdad suprema todo lo que en ella atrae a los sentidos. Para Hegel, solo es real aquello que es una presencia completa para sí tanto como para el Uno trascendental; por tanto, el arte bello, convertido en un pastoreo de la sensualidad hacia la fuente de la auténtica belleza, únicamente puede satisfacer nuestra necesidad de lo absoluto en la medida en que participe de la verdad más universal: la de Dios conociéndose a sí mismo en las parcelas de la concreción humana. El arte que cumple una función aleccionante y reflexiva —reflectante de la luz de la vida— no puede ser, pues, mimético ni oponerse a las reglas del buen gusto.
Desde la forma artesanal de representación, la idea comienza ya a recrearse como autoconsciencia espontánea en la estetización de sí misma; sin embargo, puesto que la forma remota de la exterioridad artesanal, al igual que la de la naturaleza, es una representación no bella de la esencia del espíritu, la traducción del ideal supremo de Dios se cumple sólo cuando la artesanía da paso al lenguaje incandescente de la belleza artística, la única que puede reflejar con tino lo bello y verdadero. Como las intuiciones provistas por el arte bello necesitan al mismo tiempo de las formas que se le ofrecen para la integración de su capital espiritual, pero sin agotarse en la subordinación del ornato, su facultad de representación se activa solo en el fulgor de una luz propia. Al igual que la naturaleza, la artesanía no necesita ser bella para trabajar una economía cultual eficaz, y por ello no puede dar cuenta del fuego divino que respira en la filosofía y en la religión. La aparición de la belleza del espíritu como presencia decorativa no es aún el arte cumpliendo su función primordial, porque, a fin de superar el aspecto servil de la artesanía, el arte necesita libertad en sus fines y sus contenidos. El arte bello florece en la artesanía que se ha vuelto el espejo de una forma del ideal divino, entregado a la perfecta simbiosis de la verdad y la belleza.
La obra de arte genuina no es un fenómeno indiferente a su aparecer sensible, “al sí mismo espiritual” de una artesanía atravesada por su propio esplendor inmanente. Si en la artesanía el espíritu no llega a conciliar el ser en sí de la materia modelada por el ser para sí de la autoconciencia constructora del artesano, en el arte el modo de esta reflexión es la elevación de la manufactura a la representación de sí mismo de un artista que se sabe partícipe del brillo supremo. Cuando el artesano se vuelve artista ya no reconoce lo divino solo en la irradiación enceguecedora de un dios de piedra que lo determina en su forma impura, pues al derramar su propia luz en la obra como tema y aparición sensible, el arte, vuelto verdad tanto como belleza, es la manifestación del absoluto en la unidad sensible y genética de la forma y el contenido. La aparición bella de la obra de arte genuina es la actividad reflejada hacía sí de la idea como aparición sensible de lo divino; el artista que posibilita esa aparición trabaja para sublimar en su obra lo que en él refleja mejor ese rayo que emana del espíritu.
La determinación de la obra de arte bella y de su particularidad histórica es, por tanto, en la filosofía hegeliana, la unidad de la forma de la intuición con el elemento del que es signo —es decir, del fuego bello y verdadero—, y por eso el límite de la idea reflejada en la manufactura artística es también la forma endeble de tal autoconciencia cara a cara con la oscuridad objetual. Si la forma bella es el modo de aparición de la verdad con su máscara preabsoluta, el límite del arte es su propia mediocridad incandescente para representar lo divino más allá de la estética. Su fin es, en efecto, la distancia que separa al artista de su propia llama, y este límite, o el momento de la “muerte del arte”, no significa la suspensión total de toda operación artística, sino la pura alternancia espiritual en la vanguardia de la aparición de la idea hacia una forma conceptual acorde con la flama del logos. El final dialéctico del arte es la misma inmediatez significativa de su fuego en la plétora espiritual, y la muerte del arte es tan sólo el cese de la idealización de sí del artista como experiencia de lo divino sensible. Cuando el arte es cosa del pasado, dejamos de venerar las obras de arte como a la apariencia inmediata del ideal divino; lo que la obra de arte moderna ocasiona entonces no es una inclinación a la idolatría de la manifestación sensible e inmediata de Prometeo, sino el sentimiento de la necesidad presensible de la verdad en su crisis estética, más allá de la finitud y la contingencia de la realidad. El arte crepuscular es un leño donde se sofoca la brasa de un absoluto encadenado, pero que arde sin hacer flama.
De esta manera, a la luz de la estética hegeliana, podemos asegurar que el artista del crepúsculo ya no sirve a la belleza y a la verdad, sino al amor por lo que es verdadero. La muerte del arte entraña entonces, como ya aseguró Gadamer, el sofocamiento del ideal griego del aparecer divino y el amanecer de los modos de representación artística necesitados de justificación, y no el abandono de una inclinación humana elemental. Con el paso que da el arte cargado por el ideal cristiano a la evidencia del concepto y la justificación lógica, el nuevo objeto artístico a la muerte del arte —los procesos contemporáneos de representación artística— es la idea que el arte tiene de sí mismo y que sobrevive en una plétora conceptual que lo transforma en munición de pensamiento. Cuando el arte cumple su cometido de ser la intuición más efectiva del espíritu “en sí absoluto” y se vuelve “algo del pasado”, la obra de arte deviene un dios pétreo rodeado del agua muerta del espíritu, libre de todo vínculo con la contingencia particular del artista que, en la suavidad de la noche del imago, es repensada como el espacio de expresión efímera de un dios mudo. Cuando al arte llega a su fin, no hay un cese de las operaciones artísticas porque la obra particular no pierde la facultad de sugerir una forma exotérica del fuego divino a los sentidos. Pero, si a la muerte del arte las producciones premodernas siguen activas como modos de decodifición del conocimiento suprasensible de otras culturas en otros momentos, la libertad para la creación artística contemporánea se muda al proceso de su propia concepción, en el evento artístico que se ajusta a la determinación técnica y se ocupa de las mismas exterioridades paraestéticas que limitaron la facultad espiritual de la artesanía —Benjamin lo vio claramente cuando escribió que la única politización posible del arte es la revolución de sus procesos de producción—. Desde que el artista se libra de la pleitesía espiritual a la belleza, su libertad creadora se muda a la propia techné, y en su quehacer artístico ya no se preocupa más por representar la idea del absoluto por medio de una belleza incandescente, sino de sugerir la forma suprema de la reaprehensión espiritual por medio del mismo concepto que suple al ideal divino. Llegado a ese paraje, donde el arte ha quedado huérfano, el artista puede sacrificar sus contenidos a la transformación técnica de la representación, con lo que el arte, cuando ha perdido toda intención espiritual, se vuelve una odisea especulativa de la pura representación —y ya no de la representación pura del καλὸς κἀγαθός— que, divorciado de sus contenidos cultuales presignificativos, encuentra su justificación en la conceptualización y el proceso discursivo de sus actos representacionales. El fin del reino del arte significa, aún dentro en la jurisdicción hegeliana, solamente el de su pertinencia para mediar la actividad autoconsciente del espíritu, y no el de su supervivencia histórica; por eso decimos que, a la muerte del arte, la pirología estética da lugar a una estética explosiva.
En el arte post mortem, la división que impedía a la artesanía volverse arte genuino se disuelve en la imposibilidad del espíritu para encontrarse a sí mismo por medio de la intuición sensible. Por ello, vuelve a suceder que “la morada circundante, la realidad exterior que sólo se eleva a la forma abstracta del entendimiento, es la que el artesano trabaja en forma más animada” (406), cuando el mismo arte implosiona y se vuelve una suerte de artesanía justificada. Bajo el imperio concepto, el arte comienza a funcionar como una tensión de las formas que busca llevar al límite el sueño apagado de la artesanía ante un público preparado para el espectáculo de una intelectualización propedéutica.
Así, el arte después de la muerte del arte —arte que vio arder en su seno un imperio celeste— ya no basta como mediador sensible e intuitivo de ese dios de piedra que en la antigüedad le dio el soplo de vida. La importancia continua del arte en el devenir del espíritu no anida en la nostalgia del artista Narciso, sino en su ventaja como una propedéutica privada del pensamiento. El arte después del arte es una filosofía exotérica; ya no es maestro del espíritu cándido descubriendo la magia del espejo, porque el arte para hoy no exige más de su espectador una sumisión idiota a la vanidad de lo bello. El arte moderno ha sacrificado la estirpe estética para posibilitar la libertad especulativa de su público y ha forzado la tradición jerárquica de su mostrarse para subvertir la relación maestro/arte-esclavo/público —aún a costa de volver su furor un esclavo de la idea—. Luego, como la obra de arte ya es más un desafío que la “aparición sensible de la idea”, el espectador de hoy no necesita más una mano amiga para enfrentarse al objeto concreto de su ideal crítico. El arte contemporáneo exagera con orgullo la ausencia de su legitimación estética, y su cinismo es una afrenta contra el espectador pasivo e indolente, porque ha (a)pagado su deuda con el progreso del espíritu; tal afrenta es la exigencia de un argumento para dejar de ser útil, porque es útil en la medida en que su inutilidad no aparezca bajo la forma de un concepto que anule al concepto que lo legitima. Si hay un arte después del arte, es siervo de la razón; si hay un crítico de arte después del arte, su pensamiento toma lugar en el fuego filosófico, y no en la inmanencia de la representación artística.
A manera de corolario.
Hay Meninas sin Velázquez y hay Juicio Final sin Miguel Ángel porque hubo un Monet sin nenúfares. Tal vez no habría un Génie du mal sin polémica y unas Valquirias sin fascismo, pero seguramente no habría una Fontaine sin museo. ¿Qué pasa con el crítico-espectador cuando el arte ha dejado de ser la manifestación más alta del espíritu? ¿Abandona la indolencia crítica y se dedica a seguir esperando explicaciones museísticas, o empieza a pensar, es decir a hacer estallar el arte fuera del museo y del arte mismo? En el reino de la filosofía, parece que su destino está atado al hado del mismo objeto que critica, porque el juicio que niega la manifestación artística moderna también clausura la necesidad de su logos. Negar que una obra de arte sea arte es negar la pertinencia misma de dicho juicio: el crítico de arte no es necesario allí donde no hay arte, y un crítico que se dedique a incendiar la posibilidad de toda valoración crítica en el objeto es tan inútil como un ingeniero que exige demoler una casa para corregir sus errores estructurales. Si para mí esto no es arte, entonces para esto yo no soy un crítico: soy un iconoclasta legitimado por un juego de fuerzas académicas, culturales y políticas, y no una pira donde arde el fuego del espíritu. A la muerte del arte, la negación del objeto de la crítica significa el necesario devenir del crítico de arte en filósofo —es decir, en pirómano— porque la única crítica posible acontece en la fragilidad de la justificación eidética. El fuego y la belleza no necesitan justificación; un arte necesitado de justificación es un arte sin aura, y un arte aurático es una tautología. En el fondo del problema del arte de hoy se deriva la afrenta contra el que hace del logos una llama, o contra el que hace de la crítica una pirología literaria: ¿esto quiere decir que un crítico que ha perdido la contemporaneidad confesa de la simulación en el arte es tan falso como una obra que no me produce nada, que no me hace sentir nada si no conozco su juego referencial, o es tan necesario como lo sea la vanguardia de sus procesos erísticos? Queda la pregunta abierta para el Empédocles moderno en quien el logos arda como las ascuas de octubre, cuando el mochuelo de Minerva haya emprendido finalmente su vuelo cansado hacia el infinito del espíritu.
Tanto la concepción de la obra artística como su recepción histórica ansía algo diferente de su mera atracción sensible: cada obra de arte nueva genera condiciones específicas para la autoconsciencia individual sobre el espíritu de los pueblos, y como la muerte del arte es, en realidad, la muerte de la proyección del contenido artístico más allá de la frontera del fuego divino, en la modernidad, al saberse liberada de sus ataduras espirituales, cada obra adquiere una deuda endógena consigo misma y con su concepto. Por eso, la crítica de la objetidad artística es, como la obra misma, endémica de un pueblo buscándose en la materialidad refleja del arte bello, y la simulación de su reino es la antístrofe del arte caduco. El artista y el crítico después del arte juegan una ruleta rusa con municiones conceptuales; el perdedor es el que hace estallar en su cráneo toda la tempestad política del negocio del arte.