Ya no tengo uñas en los dedos de mis manos, pero mis dientes siguen mordiendo como si las tuviera, sin importarles que solo quede la carne lacerada expuesta y llena de saliva. Hace meses que no escucho siquiera el ladrido de los perros, pues allá afuera solo existe un silencio horrorosamente audible. Sin embargo, esto no ha sido, es, ni será, suficiente para distraer mi mirada del agujero en la pared. Dios sabe que no.
Sentada frente a él, me pregunto si alguna vez lo percibí como una ventana, o si siempre lo vi como un agujero riesgoso que conecta mi habitación con el exterior y viceversa. Sé que hubo un tiempo en el que no tenía que preocuparme de que algo entrara o saliera a través de él, pero ahora de eso depende la longevidad de mi vida: de vigilar que el exterior y yo, no estemos en contacto.
Una noche, me animé a mirar a través de él y vi a mi madre saludándome desde el tejado de la casa vecina; quise correr a abrazarla, pero unos segundos después, su imagen desapareció y dos gatos salieron de entre unas tejas, chorreando sangre por el hocico. De golpe cubrí el agujero con mi chamarra y apagué la luz. Durante varias horas estuve imaginando a los felinos infectados, revolcándose en su propio vómito de sangre mientras cedían ante la muerte. Luego de un rato, al fin pude frenar mis pensamientos y juré jamás volver a mirar al otro lado; por ello cubrí el agujero con varias capas de cajas de cartón, para evitar que mis ojos fueran tentados, nuevamente, con recuerdos o visiones.
No, yo no me arriesgo, afuera están las criaturas de cuerpos glutinosos y regordetes que se pegan a tu cuerpo, causándote hemorragias internas, como a los gatos; las de dientes tan afilados y grandes que parecen tener una mandíbula por cabeza, la cual usan para alimentarse de tus pulmones una vez que están dentro de ti; y las larguiruchas, de cuerpo blanco y agrietado por las venas, tan altas que solo se les puede ver la melena cayéndoles por los hombros mientras se disponen a despanzurrarte el cerebro. Solo aquí adentro estoy segura y lo único que tengo que hacer es vigilar el agujero en la pared.
Me levanto para masajearme los glúteos adormecidos, cuidando de no apartar la mirada del agujero. Intento calmar el dolor de mis dedos lamiéndolos, cuando me percato de algo y siento un grito abrirse paso por mi garganta, en donde un cúmulo de venas hinchadas lo estrujan antes de que pueda salir por mi boca: hay un par de patitas agitándose por debajo de la esquina inferior del cartón. Doy un paso hacia atrás y tambaleo tropezando con la silla, trato de mantener el equilibrio, pero caigo de espaldas y, por primera vez, dejo de mirar el agujero en la pared.
Reacciono al instante, levantándome, y corro hacia el librero mientras observo que la criatura ya ha pasado su gualda cabeza por completo. Apoyo mis pies en la pared y empujo el librero causando que la sangre de mis dedos chorree, pero logro moverlo un gran tramo, y la criatura gruñe agitando su cuerpo para pasar más rápido, como adivinando mis intenciones. Empujo nuevamente, plasmando unas huellas rojas en la madera y la criatura lanza un grito tan fuerte que un líquido caliente se desliza por mis piernas hasta los dedos de mis pies. Ruego porque todo termine, y entre el sudor frío que me recorre las axilas, el ardor de mis manos y la orina bajo mis pies, en un último esfuerzo, dejo caer mi peso completo sobre el librero, empujando hasta arremeterlo contra la pared y escuchar un sonido igual al de una cucaracha destripada.
La criatura ha muerto y el agujero está cubierto. Me he dejado caer en el suelo, de espaldas al librero y esta vez, sin mirar a la ventana, recorro las paredes de la habitación con la mirada: los cuadros, el radio, los cuadernos y la cama en donde dormíamos mi madre y yo. Recuerdo que ella siempre me decía que hacía falta un poco de sí allá afuera, pero a decir verdad, creo que era ella la que necesitaba salir, pues todas las noches despertaba de sus pesadillas deprecando porque las cosas fueran diferentes, y cuando se daba cuenta de que aún seguíamos encerradas, se quedaba en silencio por horas, a veces durante días. Por ello escapó una noche, lanzándose por la ventana, y desde entonces, toda mi atención se había concentrado en vigilar que nada más pudiera atravesar ese agujero. Pero ya no, ya todo terminó.
Mi mirada se detiene en la puerta, una gran puerta blanca con un candado. Mis dedos acarician las llaves de plata dentro del bolsillo de mi bata y recreo la imagen de mi madre entregándomelas el último día que nos vimos:
—Ojalá que sea mejor para ti —me dijo.
Observo el espacio que hay entre la puerta y el suelo, ahí cientos de patitas que se agitan, intentando entrar.
Si introduces la llave, la puerta se abre y un agujero en la pared brota… Me llevo los dedos a la boca otra vez y muerdo, muerdo, muerdo.
Fotografía de Oana Stain