Prae liminaris. Saludos desde la nueva columna
Los griegos utilizaban la palabra hybris para referirse a la actitud soberbia de los mortales que se colocaban al nivel de los dioses. Esta sobre identificación arquetípica casi siempre traía resultados fatales para el héroe trágico; era bastante estúpido, por supuesto, ponerse al tú por tú con el dios de las aguas o desafiar a Ares, el terrible, a un duelo de jabalina. El héroe no tardaba en ser fulminado por el rayo cruel de Zeus, cegado por la luz de Apolo o ahogado en el negro ponto. Hoy, que hemos dado vuelta a la soberbia y los dioses son, en el mejor de los casos, nuestros aliados, y en el peor, se representan por un dócil hombrecillo de barba y corona hecha de ramas, preferimos el concepto hibrido como la unión de dos elementos dispares, aunque no hemos abandonado la acepción y el miedo a que estos experimentos, de vez en cuando, den vida a criaturas incontenibles. Pero estos monstruos, con su irremediable fealdad, algunas veces resultan en nuevas relaciones de símbolos, nuevos lenguajes y, más frecuentemente, piezas artísticas de alto valor. Más allá del lugar común de la “vanguardia”, el arte que suma y rompe los linderos tradicionales propone otros modos de leer, otros modos de ver y de escuchar; ese es el valor de las intermedialidades y la belleza del desafío a los dioses: los héroes trágicos, finalmente, algo tenían que decirnos: vale la pena el rompimiento, no por el simple acto de rebeldía, sino por la belleza de este acto sin sentido.
Es muy importante –cada día más en la dictadura del gusto regida por el absurdo, el arte abstracto sin referentes ni crítica social, y el arte chatarra– comprender que la experimentación no es un valor exclusivo de la categoría “contemporáneo” y que esta noción es falsa, inefable y suicida. El acto de experimentar es, en verdad, el origen de hacer arte y toda categoría que pretenda inhibir su potencia, incluso la que reduce sus estatutos a “experimentar por experimentar” equivoca sus parámetros y falla como objeto creativo. Una de las condiciones humanas más importantes es, justamente, el riesgo; podemos asegurar que no hay pieza de literatura que roce la trascendencia sin cierto nivel de adrenalina.
Así pues, estoy feliz de inaugurar este espacio de reflexión sobre las intermedialidades; como ya he escrito antes, espero contribuir a reducir los niveles preocupantes de amnesia y, a manera de vacuna, prevenir a los escritores y artistas visuales, soberbios mortales, de la cutre medalla vanguardista que solemos colgar en nuestros cuellos. Que sea la historia la que nos inyecte una cruel, pero necesaria lección de humildad: allá atrás están nuestros padres y madres, y antes que ellos, nuestros abuelos y abuelas.
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Las relaciones entre arte visual y escritura pueden rastrearse hasta diecisiete siglos antes de Cristo. En los estudios de poesía patrón de Dick Higgins se señala el Disco de Phaistos [Fig.1], fechado en el 1700 a. C., como el registro de poesía patrón más antiguo que se conoce. Esta pieza, grabada en piedra en minoano –la lengua escrita de la cultura minóica, establecida en la isla de Creta entre la Edad de Cobre y en la Edad de Bronce (3000 – 1450 a.C.)– y no traducida a lenguas modernas hasta la fecha, se especula que podría tratarse de una carta astral o calendario de siembra con motivos lírico/pictóricos. El disco se resguarda en el Museo Heraklion de Creta, pero es posible que haya sido trasladado a Grecia desde el norte de África.

Cuando analizamos los aspectos generales de la poesía patrón, debemos señalar que la escritura visual es una característica de los códigos no fonéticos. Esto no solamente se observa en los estados previos a las lenguas modernas, como en los jeroglíficos egipcios, las proto-escrituras y las pinturas rupestres de las cavernas, sino que es vigente en las escrituras ideográficas. En la literatura oriental, con énfasis especial en las tradiciones chinas, japonesas y vietnamitas, encontramos grandes ejemplos de poesía patrón que valdrá la pena mencionar, pero hemos decidido dedicarles su propio estudio, por obedecer a lógicas particulares y merecer un espacio digno para su análisis.
En estas interpretaciones libres y saltos geográficos colosales no sería incorrecto relacionar la poesía visual con la escritura rúnica celta y escandinava, conocida por los estudios y adaptaciones de J.R.R. Tolkien, que en sus análisis lingüísticos y estudios de toponomía ofrece observaciones de los idiomas germanos, galeses y finlandeses. Las lenguas ficticias de Tolkien, como el sindarin, el qenya y el alfabeto de los enanos, han ampliado el interés por las escrituras rúnicas del siglo I y II en los pueblos nórdicos, entre las cuales existen fuertes muestras de poesía patrón, como las que se enmarcan en las Piedras de Sigurd, que contienen algunas piezas de enorme belleza que no han sido estudiadas aún desde la perspectiva de las intermedialidades.
La poesía patrón en Oriente y Occidente no conocía la separación entre el rito y la representación estética, de ahí que la mayoría de los poemas patrón obedecen a la lógica de lo mágico-religioso; se especula que el Disco de Phaistos podría tratarse de un calendario astrológico de siembra. Es común que las piezas de poesía patrón fueran usadas como representaciones heráldicas, como emblemas, como epitafios en tumbas, como calendarios sagrados, como amuletos, rezos o encantamientos. Karl Kempton señala, y da fuerza a este planteamiento, que en inglés existen dos definiciones de poema aceptadas: la acepción tradicional y la que se refiere directamente a la escritura rúnica como forma de “encantamiento”, “hechizo” o “amuleto”.
En español algunos diccionarios consideran las palabras bardo o vate como sinónimos de poeta, lo que muestra cierta relación mística en su definición y en su oficio; entre ellos, el diccionario El Mundo y el diccionario de la Real Academia Española. Éste último define “bardo” como: “poeta heroico o lírico de cualquier época o país”. Pero en su acepción tradicional, un bardo es un poeta místico con poderes chamánicos, capaz de invocar a los espíritus de los elementos y que domina cierta magia relacionada con su oficio lírico. En este sentido, los poemas patrón anteriores a la Edad Media deben ser apuntados, según lo considera Higgins, como “textos ocultos suelen ser descritos como si fueran por sí mismos poemas de algún tipo; quizá algunos lo son, pero su objetivo es mágico, no siempre tienen un poder poético, y esto significa que son diferentes, de alguna forma”. (19) Por las características anónimas y abstraídas del pragmatismo literario moderno, fechar estos documentos con precisión suele ser complicado.
El único texto visual de Egipto Antiguo señalado por Higgins es un himno-laberinto de la Dinastía XX, (1190 – 1090 a. C.), que no está descrito a detalle. (168) Sin embargo, podemos retomar otras piezas de escritura ideográfica/jeroglífica egipcia, en particular los denominados hipocéfalos [Figs. 2 y 3], poemas patrón circulares compuestos en el Periodo Tardío (664 – 332 a. C.), nombrados así porque el papiro o lino estucado en que se escribían se guardaba bajo la nuca del difunto embalsamado a modo de amuleto (hipo=bajo; céfalo=cabeza) para acompañarlo en su viaje hacia la vida eterna y protegerlo de las amenazas del inframundo. Los hipocéfalos guardan una curiosa similitud con el Disco de Phaistos: estos escritos son composiciones gráfico-visuales que no puede interpretarse de forma aislada de la figura en que son contenidos los jeroglíficos (círculos o semicírculos que forman algo parecido a una aureola detrás de la cabeza de la momia). El hipocéfalo está compuesto de dos tipos de jeroglíficos: escritura tradicional, que requiere transliteración y traducción, e ideogramas que no se traducen, sino que se interpretan y le dan otro sentido a la escritura que lo acompaña. Esto los hace diferentes de otros textos jeroglíficos; el uso ritual, como un objeto que trasciende la dimensión entre los vivos y los muertos, responde por completo a la clasificación de poema patrón y los coloca dentro de esta línea de interpretación.


Existen seis poemas patrón del periodo helenístico que vale la pena mencionar: en primer lugar, el Altar de las musas, normalmente atribuido a Vesintio y fechado en el siglo II d. C., que es, en realidad, según el historiador y crítico literario Gunther Wojaczez, autoría de Diosiadis de Creta (100 a.C ?). El poema es descrito como “un altar encantador con forma de poema-acertijo y además un acróstico” (Higgins 20); también se conserva el Altar de Jason, del mismo autor. Suelen referenciarse poemas patrón: “El huevo”, “El hacha” y “Las alas” [Figs. 4, 5 y 6, respectivamente] de Simmias de Rodas, compuestos alrededor del año 300 a.C y “La siringa” de Teócrito de Siracusa [Fig. 7], de las mismas fechas (308 – 240 a.C., según Samuel Gordon). Este poema es un canto descendiente en forma de triángulo rectángulo, aparentemente dedicado a la musa Caliope. Además de estas piezas, existen referencias a Calímaco de Alejandría (250 a.C.), cuyas obras no llegaron a nuestras fechas, y cuatro textos de Teodoro, que vivió en Roma alrededor del 50 a.C., cuyas piezas conocidas como “tabulae iliacae”, posiblemente traducibles como “poemas en roca”, están grabadas en tumbas antiguas a manera de laberinto.



Los poemas patrón eran considerados technopaegnia por los griegos, que significa “juego de arte”. Julián Herbert atribuye el origen de esta palabra a Ausonio (310 d.C.), sugerida “para designar la estrategia de disponer los versos según la forma del objeto en que se imprimirán”; Higgins, por su parte, atribuye el origen a Fortunio Liceti, un estudioso latino del siglo XVI. Lo que es claro es que hay cierto sentido despectivo en esta definición y durante mucho tiempo se les consideró una estructura menor frente a otras formas de escritura; eran frecuentemente usadas en las últimas páginas de los libros como textos explicativos que informaba al lector acerca del tiraje y lugar de publicación. El auge de este estilo se dio en el Renacimiento, aunque es posible que su creación obedeciera a un reto intelectual para demostrar el dominio de formas complejas y no necesariamente se les considerara un recurso formal serio.

(Entre el 308 y 240 a.C.)
Es muy probable que existiesen otras muestras de la Grecia Antigua que no han llegado hasta nosotros por acción del tiempo. Se sabe, sin embargo, que la influencia de las estructuras de la poesía patrón del periodo helenístico fue fuerte. De ahí el estudio de George Putenham (muerto en 1590) que en The Arte of English Poesie (1587) considera quince formas geométricas elementales para ser utilizadas en la poesía patrón, entre las que destacan dos de las tres figuras utilizadas por Simmias de Rodas nueve siglos antes.
Hemos dicho que la escritura visual antigua tiene función ritual y estética; la poesía patrón está relacionada con formatos distintos al papel por la sencilla razón de que existía antes que el pergamino o el papiro. La escritura en rocas y cavernas debe considerarse un antecedente de la poesía visual. Desde este punto de vista, las inscripciones en las Cuevas de Altamira y otros elementos del arte neolítico y paleolítico podrían considerarse un estado prehistórico de la poesía patrón. Lo mismo sucede con el arte pictórico en cerámica o barro, de ahí que sea importante observar que la transformación al formato del arte-objeto en realidad es una vuelta a reconocer formas muy antiguas de artesanía dentro de los cánones.
En la clasificación de poesía patrón, Dick Higgins enmarca las composiciones literario-visuales en por lo menos 17 lenguas. El periodo de análisis, en un proceso de síntesis extraordinario, abarca desde el siglo III a.C. hasta principios del siglo XX; veintitrés siglos. Muchas piezas fueron compuestas durante este largo periodo y es muy posible que algunas hayan escapado al registro histórico. En estas fugas está el gran ausente: los códices y grabados en piedra de las culturas mesoamericanas precolombinas. De ellas nos ocuparemos en otra ocasión.
Un comentario en “Poesía patrón en el amanecer de la historia | Por Jerónimo Emiliano”