Dos hombres, uno joven y otro viejo, examinan una colección de medallas sobre una mesa. El taller, recubierto de estantería, alberga herramientas, materiales en frascos de vidrio y antigüedades empolvadas. La lámpara de tubos fluorescentes, atornillada en el techo de plafón, emite una luz trémula, fría y fluctuante que hace resplandecer los relieves dorados de las condecoraciones, mientras que, en la esquina de la habitación, un monitor de caja y unas bocinas reproducen un documental sobre langostas.
El hombre joven, un restaurador de antigüedades, manipula las medallas con sus manos delicadas, adiestradas y enguantadas, y con ojo experto examina los detalles. Comienza con las huellas de factura: rebabas por vaciado, marcas de limadura e incisiones por herramientas de punta; y concluye con las alteraciones: corrosión, abolladuras y pérdidas de recubrimiento.
El hombre mayor, un almirante de alto grado, explica los méritos detrás de cada condecoración. Con sus manos gruesas, arrugadas y ásperas abre las bisagras de una pequeña caja de cedro. Al interior, una placa de contornos puntiagudos reposa sobre una superficie recubierta de gamuza azul.
Jala los bordes de sus guantes para reajustarlos y saca la medalla utilizando sus largos dedos. Una lámina circular dorada en su totalidad. Al centro, un bajorrelieve que esculpe el perfil de un héroe coronado con un penacho y, alrededor, una cartela escarlata en cuyas letras doradas se lee: “Legión de Honor”. Unas ráfagas puntiagudas la envuelven y un asa con la forma del águila nacional corona la pieza y la une a una cinta azul con bordes dorados, en cuyo extremo pende una hebilla decorada con hojas de acanto.
Gira la pieza para ver el reverso. En una caligrafía pequeña, delgada e incisa con punta de diamante, se lee: “40 años de servicio. A una trayectoria construida con lealtad, disciplina, honradez y abnegación”.
A petición del almirante comienza con la limpieza. La memoria muscular de sus manos sigue un ritual mecanizado: arranca un trozo de algodón, lo enrolla en la punta del palillo de bambú, lo sumerge en un frasco ámbar con una solución secuestrante, y frota sobre los relieves de la medalla hasta que las fibras blancas se percuden. Remueve el algodón y comienza de nuevo.
Mientras el proceso sucede, el otro fija la vista en una bala de cañón de los estantes, cuya superficie esta fisurada y desgajada en laminas metálicas delgadas. A través de las grietas observa el inconfundible color rojo polvoso de la hematita que emerge desde el núcleo. La corrosión rompiéndolo todo, como volcán a punto de erupcionar.
Se aclara la garganta con un tosido ruidoso, e inicia la conversación:
—No sé qué voy a hacer cuando me jubile. Me voy a aburrir. No estoy acostumbrado a estar quieto.
—¿Tiene algún pasatiempo? —responde levantando la vista para observar al militar, quien sigue absorto en la bala de cañón.
—Cuando uno se dedica a esto, no tienes tiempo para nada. Nos quejamos por trabajar demasiado y cuando se cumplen los años de jubilación, no queremos irnos.
Mientras escucha al almirante, percibe que el recubrimiento dorado de la medalla tiene mala adhesión al soporte: el metalizado se ha perdido en zonas puntuales, pero él sabe que lo mejor por hacer es removerlo y volverlo a aplicar. Se levanta de la mesa de trabajo, se dirige al escritorio y observa fugazmente en el monitor un amasijo de caparazones, antenas y patas apelmazadas entre arrecifes. Abre el primer cajón, toma un bisturí, una navaja del número tres y un cepillo de cerdas suaves. Regresa a su lugar, y con el bisturí roza suavemente la capa dorada, que se desprende con poco esfuerzo.
—¿Qué estás viendo? —pregunta el almirante, quien siguió con la vista el trayecto del restaurador y después la fijó en las imágenes del monitor.
—Me gusta poner documentales cuando trabajo, es para tener algo de ruido. Este es sobre langostas.
Se quedan en silencio y escuchan la voz filtrada que sale de las bocinas e impregna la habitación:
Algunas especies viven en comunidad y se defienden en grupo; utilizan, las antenas espinosas para ahuyentar depredadores. Otras especies, más individualistas, se esconden y tratan de pasar desapercibidas ante las amenazas…
—¿Un documental sobre langostas? ¿Para qué quieres conocer su vida antes de ser comida? —pregunta con voz burlona y una sonrisa amplia dibujada en el rostro.
—Nunca he probado la langosta —responde devolviendo la sonrisa.
—Pues, no sabes lo que es bueno, mi estimado.
—Sé que es laborioso quitarles el caparazón. No me gustan los platillos que implican más esfuerzo que comida —menciona mientras trabaja con la espalda encorvada y la medalla a unos centímetros de su rostro.
El almirante lo señala y afirma:
—Te encanta batallar.
—No en la comida.
—Pues cada quién, mi estimado. Pero, para mí, la mejor comida es la que tienes que rascar, triturar y roer.
Ambos se quedan callados con los remanentes de una sonrisa insinuada en el rostro. En el techo, se producen una serie de chasquidos y la luz comienza a parpadear. Ambos hombres suben la vista a la par hacia los cilindros fluorescentes, y los ven fijamente unos cuantos segundos, hasta que la iluminación se restablece.
El restaurador posa sus ojos en una diminuta escama dorada que desprende con la punta del bisturí; el almirante ronda los suyos sobre todo lo que hay a su alrededor: los cascos y petos de armadura rotos y oxidados; los sextantes, catalejos y astrolabios desarmados; las carabinas, pistolas de chispa y sables de abordaje deformados. En las retinas de ambos hombres, el mismo contorno de los tubos luminosos perdura como un espectro.
—Ser militar me ha traído muchas satisfacciones, pero ha estado cabrón —retoma la conversación—. Antes de ser oficial y trabajar en puestos administrativos, tuve que andar en los operativos. ¡Está bien feo! Me tocó matar de todo: gente buena, genta mala y gente peor; también animales: caballos, perros, gatos. De todo, no te miento… Hasta niños.
Hace una pausa para buscar la reacción del joven, pero éste no se inmuta: no levanta la vista, no interrumpe su trabajo y no emite ningún sonido. Solo se escucha el documental a través de las bocinas:
Se alimentan principalmente de algas, gusanos, moluscos y crustáceos de pequeñas dimensiones. Aunque la mayoría de las veces son carroñeras…
—A uno le toca hacer cosas que ni te imaginas —continúa el almirante, quien, una vez más, tiene la mirada fija en el óxido rojo de la bola de cañón—, yo por mucho tiempo no supe hacer otra cosa más que matar gente. Uno se curte como el cuero. Al principio, pensé que no iba a aguantar, pero luego se hizo más fácil, como cualquier chamba. Muchos se dan de baja, y hay otros que quedan loquitos. Yo creo que es cuestión de tener huevos y saber separar lo que ves en el desmadre. Si logras eso, se convierte en rutina. Como dicen, a todo se acostumbra uno. ¿Verdad, mi estimado?
—Supongo —contesta sin levantar la vista.
La lámpara comienza a emitir ruidos estrepitosos y la luz a titubear. Uno de los tubos incandescentes se apaga de un chispazo seco. El ambiente se matiza en un resplandor voltaico y cenizo. El sonido vibrante de la reactancia eléctrica se vuelve más fuerte y cubre el silencio de la habitación.
El restaurador cambia el bisturí por el cepillo de dientes y, con ello, comienza un nuevo ritual: sumerge la cabeza del cepillo en un frasco con agua y frota las cerdas en los recovecos de la superficie metálica. Con la punta de los dedos toma un poco de algodón, lo desfibra, lo vuelve a compactar, y recorre la superficie de la medalla. Las fibras capturan los residuos desprendidos y el exceso de humedad. Una vez que el algodón se satura, el proceso comienza de nuevo.
—Que bueno que ascendió y se hizo administrativo. Así ya no tiene que…
—Sí tenía cosas buenas estar al frente —interrumpe alzando la voz—. Nadie te ubica, pero da un chingo de orgullo saber que estás dando lo mejor por el país. El ejército no te deja morir solo, te recompensa bien por hacer lo que pocos nos atrevemos.
La hipnosis del ritual de limpieza se ve interrumpida con un repentino descuido: el cepillo de dientes se le resbala de las manos, golpea el borde de la mesa y rueda por el piso. El viejo militar sale de su ensimismamiento e interrumpe su discurso. Se levanta y rodea la mesa con la intención de recoger la herramienta, pero el restaurador se le adelanta y sigue trabajando.
Levantarse le hace recordar el propósito que lo llevó hasta esa habitación opaca y de atmósfera vibrante. Se para a un lado del restaurador, y observa la medalla por encima de su hombro. La pieza ya no conserva vestigios de su resplandor dorado; en su lugar, hay un relieve opaco color cobrizo.
—¿Me permites? —pregunta en voz baja, mientras se pone los lentes bifocales que penden de su cuello.
Toma la medalla con una mano temblorosa y resquebrajada, y la acerca a su cara. La superficie tiene un lustre apagado, unas manchas blancas y unas concreciones verdes y bultosas.
—¿Por qué se ve así? ¿Qué le hiciste? —pregunta con una voz aún más baja.
—Le quité el recubrimiento dorado. Estaba mal adherido. Antes de volverlo a aplicar, tengo que quitar el sarro y la corrosión.
Recorre con su mirada el busto del héroe, su piel no es la misma; sigue hasta el águila nacional, y sus plumas tampoco son las mismas. Son efigies descarnadas y moribundas.
—¿Qué material es?
El restaurador se levanta y se coloca a su lado.
—Es una aleación de cobre recubierta con oro. El problema es que lo hicieron mal. El cobre ya estaba empezando a oxidarse cuando le aplicaron el recubrimiento. Entonces, el metal se siguió corroyendo por debajo —responde y señala una mancha verde en el pómulo del héroe.
El almirante observa la medalla desnuda, pasa su dedo sobre la corrosión verduzca y se imagina que la mancha crece, se extiende por sus dedos, y cubre toda su piel, hasta formar el monumento de un hombre estéril y musgoso. Una antigüedad más en las estanterías. Otra víctima de los ojos de la gorgona, Fineo derrotado por Perseo.
Sin prestar atención al almirante, busca en las repisas de reactivos ácidos para realizar las pruebas de limpieza de corrosión. Mientras mueve y desempolva frascos, continua con los pormenores:
—Su medalla, que es para oficiales de muy alto mando, no está mal, es de vaciado metálico. La mayoría de las condecoraciones se hacen con resinas epóxicas. Así pueden producir muchas y salen más baratas. Lo que les importa es el recubrimiento. En ese cajón tengo un montón de moldes.
Voltea a ver brevemente al almirante, le señala el segundo cajón del escritorio y sigue con su recolección.
Se acerca al escritorio, abre el cajón, y encuentra archivados los moldes de resina catalogados según el grado militar y el título de la condecoración. Decenas de ellos.
Un chispazo ahogado en el techo, un electrodo que explota, una habitación sumergida en la oscuridad, un rostro endurecido esbozado por la luz fría del monitor, una langosta que agoniza, una voz plana y filtrada:
… aunque biológicamente la langosta no envejece, su cuerpo crece tanto que está destinada a morir asfixiada dentro de su propio caparazón.
Imagen tomada de Pinterest
| Alfredo Ortega Ordaz (Durango, México, 1993). Restaurador y estudiante de posgrado. Es restaurador, historiador del arte y lector. Licenciado en Restauración por parte de la ECRO, estudia la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas y la maestría en Historia del Arte en la UNAM. Sus intereses se centran en estudiar el arte virreinal y practicar dibujo y grabado. Sus ilustraciones han aparecido en Punto de partida y sus reseñas académicas en Revista Intervención. |
