Es normal el fracaso y, de ser posible, hay que darlo por sentado. Una, dos, veinte veces va a suceder –sigue sucediendo–. Te mueves –yo apenas sé flotar– en un mar habitado por quienes tienen objetivos similares. Ves el centenar de nombres entre los seleccionados para formar parte de un nuevo número. Ahí te reconoces a ti y a otros de vez en cuando. Hay quienes nunca vuelven a aparecer. Desconozco si es porque se dieron por bien servidos, lo intentaron inútilmente en otras convocatorias o, humanamente, se rindieron de este quehacer y siguieron con sus vidas.
Me nació esta inquietud una madrugada, cuando pensé en la escasez de mi nombre en el mundo literario. En la ambición de buscar el reconocimiento. También recordé lo infinitesimal del apetito en que muchos desubicados coincidimos. Me falta hacerme un hueco, uno ínfimo para empezar, naturalmente. Me dije que estaría bien que una doña nadie, una ínfima como yo, se propusiera redactar un algo que nadie hubiera solicitado y no causara mayores impactos, pero que la ayudara a decir un par de cosas que se le antojaron urgentes en la vigilia terrible y aguda del insomnio. Es aterradora la calidad de errores que se proyectan en el techo del insomnado. Cuando no se duerme, la rabia es inconmensurable y nacen turbaciones que se conjuntan, apresuradas, al segundero del reloj. ¿Cuánto tiempo me va a tomar? Nos preguntamos al unísono y, claro: ¿qué es lo que busco con exactitud?
No es ajeno para el mundo del arte esto que planteo. Hace más de un siglo, mucho más, pasaba lo mismo. ¿Cuántos nombres que no figuraron ni por asomo, perdidos en un mar abierto? No como nosotros, cardúmenes. Somos iguales en esencia, como el hecho irrefutable de que nos encanta hablar de nosotros mismos. Yo, yo y yo. Pero bien disimulado, no se le puede escapar al ensimismamiento. No obstante, hay un factor terrible que diferencia nuestra situación de aquellos: la permanencia de un nombre, así haya sido una vez. La función de las redes sociales nos son contraproducentes; en ellas, hemos hallado una forma de “darnos a conocer”. Una googleada y figuras. Hace un siglo, alguien pudo haber escrito un par de textos de los que se sintiera muy orgulloso y los habrá publicado en un periódico perecedero; en el futuro, no se hallarían mayores referencias más que la certeza de que, el periódico, no el autor, existió. Ahí quedó.
Somos demasiados, discurrí mientras me entretenía leyendo diversos medios de divulgación literaria: las pautas de sus convocatorias, las preguntas de los interesados, las rabietas de quienes consideraban una injusticia no haber sido seleccionados y, asimismo, los textos de los colaboradores que se habían merecido un espacio.
En los comentarios a estas convocatorias siempre hay alguien que pregunta casi toda la información en la imagen: ¿es de temática libre?, ¿no importa si soy de tal país?, ¿la extensión?, ¿mi edad es relevante?, y, lo peor de todo: ¿qué beneficio me supone si colaboro? Una vez conocí a alguien que no estaba dispuesta a mandar sus textos si no iba a recibir remuneración económica. Eso es soñar demasiado, me abstuve de decirle. Casi quise recriminar su ingenuidad en voz alta. Sin embargo, me detuvo la envidia que sentí ante sus palabras. Soñar de más está bien, de otro modo sería imposible seguir –aunque sea el mismo medio el que te sobrepase–. No hay paga, es amor al arte, le dije finalmente. Nos reímos, pero en mí persistió esa molestia.
Hasta el momento, no se me había pasado por la cabeza que requiriera de un pago por cada vez que me publicaran en una revista sin fines de lucro y de noble divulgación. Pensé: escribo porque me gusta, claro que algún día, y no estaría de más, sería excelente vivir de esto. Pero me pareció un pensamiento anticuado, un sueño guajiro, ¿quién vive enteramente de ser escritora en estos tiempos tan precarizados?
Revisemos la situación: cuando empiezas. No tienes nombre, eres nueva. Pero no eres ajena a la escritura, no es una actividad que hayas desarrollado ayer al abrir los ojos. No dijiste: se me antoja ser, hacer esto, pero no tengo la menor idea de cómo. Nadie en su más sano juicio decide, con todas las de la ley, lanzarse a una vida de incertidumbres, ¿con ese candor resuelves moverte por el mundo? Dicha situación hipotética, sin embargo, es probable cuando se teje con el tiempo y, entonces sí, puede suceder que un día te levantes y desees tal cosa. En la secundaria o preparatoria te acercas a un libro que define el rumbo de tus decisiones: me gusta lo que leo. A algunos nos nace una picazón, un sarpullido inminente que se arraiga en donde yacen los anhelos más genuinos: quiero escribir.
Pasado el tiempo, sigues sin ser alguien. ¿Qué se necesita? Escribir, y mucho; y leer, leer demasiado. ¿Los contactos? Punto y aparte.
Escribí un par de textos. Escribí muchos más, pero solo valen los que me reconocieron en las revistas de divulgación. De momento soy un objeto minúsculo entre tantos. “De momento”, llevo diciendo unos diez años. “Ya no soy una joven promesa”, es parte de un meme que se repite de vez en vez en mi timeline de Facebook. Cientos se sienten identificados. Me daba risa hace dos, tres años, ahora ya no tanto.
Me inclino por un dicho que detesto, pero debe ser mencionado: “el que persevera alcanza”. Si no persevero, por lógica, no alcanzo. La ley del menor esfuerzo: me aceptan un cuentecillo y me doy por realizada. Hay quienes escriben como si les apuntaran a la cabeza con un arma de fuego. Admirables. Van por buen camino. ¿Qué pasa con los que somos holgazanes? En mi caso, es conformidad. Me siento satisfecha por el momento. Ah, ¿será más bien cosa del ego? Entonces, mis motivos no son nobles, tal vez honestos en su forma cínica: quiero que me lean. Así, me atrevo a afirmar, se mueven muchos.
Pienso en Zaid y sus demasiados libros: todos quieren escribir, pero pocos quieren leer al otro, mucho menos si el otro es contemporáneo –los clásicos están bien–. Aquí se deriva otra cuestión, ¿cuántos aspirantes a escritores están dispuestos a reconocer el trabajo de sus iguales?, ¿y con intenciones puras? A alguien le seleccionan un texto, cuando sale en la revista o se publica en la plataforma correspondiente, observa su nombre junto a su obra y su semblanza –ya tiene algo más para agregar en la próxima colaboración–, y no se toma la molestia de revisar los otros nombres que lo acompañan en el listado.
Hay quien escribe para leerse a sí mismo y vanagloriarse en secreto. “En tal página está mi texto, pero vayan y lean el número completo, porque está muy chido”. Seguro. Quedabién. No creo que estas necedades tengan connotaciones negativas, al contrario: es necesario que a una se le alcen los humos de vez en cuando para hacer de la escritura una disciplina. Volverla parte de nosotras. Desconfío de quien no se pavonea, incluso si es a escondidas. Eso sí, hay que saber encontrar un equilibrio. Recordar: “antes que nada, me gusta la literatura, por ende, leo a otros por simple gusto y curiosidad”, y “alzarme de más por un par de textos aceptados me va a llevar por un camino de cero autocrítica”.
No pretendo hablar por todos, apunto lo que he observado. Escribo desde esta burbuja, por eso es menester escribir sobre mí.
El fanfarroneo por ser seleccionada me dura un par de días, ¿luego qué? A escribir más. Hasta hace poco mi ejercicio carecía de rigurosidad, de rutinario. Entonces, me quedo en silencio por un par de días más. Luego, el hambre. Cuando una se priva del hambre, por la razón que sea, se le forma un agujero doloroso desde el estómago y trasciende a todo el cuerpo, la cabeza duele y el juicio se nubla. Necesito escribir algo. Y lo escribo, con las prisas de querer recibir una gratificación inmediata tan propia de nuestros tiempos. A veces, funciona, otras me trago el orgullo: tanto por no dejar reposar el texto como por la vanidad en la posibilidad de ser aceptada, combinadas ambas situaciones, no es de sorprenderse el fracaso. Todo en silencio. Menos hasta ahora, que me dio por exhibirlo. Y le doy vueltas a eso de la exhibición, ¿no es necesaria la exhibición? Si dejas de pensarlo tanto, quizás sea el menor de los problemas. Lo que queda es lo escrito, malo o no. Apresurado, tímido. Por eso hay erratas, de cualquier naturaleza, que no ves sino hasta que lo compartes al público, “se me fue un dedazo, pero lean, jeje”. Las reacciones en Facebook e Instagram prometen, pareciera que he formado un grupo de lectores fieles. Lo cierto, sin embargo, es que solo el diez por ciento de esas personas van a leerme, y soy ambiciosa en suponer la cifra. Un amigo lo dijo una vez y lo parafraseo: “te aseguro que, de todas las personas que te reaccionaron, muy pocas se van a tomar la molestia de leerte. Es puro show”. Y sus palabras las tengo grabadas, las entiendo cuando rara vez me hacen comentarios. “Esta dice que escribe”, piensan, “bien por ella, aquí le va mi reacción para que sepa que estoy al tanto”. Lo peor viene con el silencio de quienes sí suelen leerte, indicio de que algo está mal con el texto y con los cuidados que no le proporcionaste. Eso sí es mortificante, pues ahí perduran tus errores para quien tenga la rara curiosidad de investigarte.
Me pregunto cuántos más pasarán por lo mismo, seguro unos cientos, y tal vez me quede corta. Pero aquí hablo de aspirantes con cualidades específicas, los flojos –ahí me incluyo, por si no quedaba claro–. Otro motivo por el que escribo este texto: para darme de cachetadas.
Fui, y lo digo genuinamente, una joven promesa alguna vez. Local, no de estado, no de la capital del estado, sino de prepa, pero joven promesa a final de cuentas. A mis dieciséis gané el segundo lugar en un concurso de cuento breve entre preparatorias: yo, adolescente, con el ego por los cielos. “Creo que puedo hacerle a esto”. Y escribía con esa soltura y desvergüenza que tanta falta me hacen ahora. Un par de años después entré a la universidad y entendí —una obviedad risible— que no era especial entre tanta gente igual o más especial. Un primer golpe de realidad forja el carácter. Es natural que me inmute cuando me rechazan algún cuento, como quien descarta las naranjas mullidas en el puesto del mercado: “Claro, mira la cantidad de gente que somos, hay que echarle más ganitas”, y lo reescribo, lo rechazan en otro lado, lo re-reescribo y con mucho gusto lo publican en una tercera plataforma —no por nada se sabe que la tercera es la vencida—.
Antes, cuando era más chica, la escritura venía del deber. Debo hacer algo conmigo, debo acumular, debo ser alguien. Mi deseo adolescente. Acumular hasta que sea innegable cuál es el rol que intento, con torpeza, asumir en la vida.
Hoy la escritura parte del vacío –aquí me vuelvo abstracta por no dar mayores explicaciones–. Quise prestarme a la convivencia, a tener un lugar dentro de un grupo, ganar su aceptación, como si estuviera en mis dieciséis, y vivir experiencias que me inspiraran a crear ficción; a estas alturas de la vida, parece que no logro incorporarme del todo, entonces escribo por crear un refugio. Y, reitero, de las revistas soy desestimada hasta que un día logro una pequeña victoria; luego, soy desestimada un par de veces más. Cíclico. Visceral. Desde la rabieta, escribo. ¿Desde dónde escribiré dentro de diez años? Mi edad soñada, lejana todavía. Espero leerme y sentir la ridiculez, la desfachatez de una joven que seguía sin entender. En el camino hacia esa edad soñada quizás fracase y ya no escriba. Quizás me dedique a ser lo que nunca me hubiera imaginado ser –no quiero ni escribirlo–. Como encontrar en el archivo perdido, en el montón de cuadernos usados, lo que se creía iba a ser algo, no se sabe qué. “Con esto iba a revolucionar la literatura latinoamericana”, otro meme. Me río y anticipo. La vergüenza. La falta de descaro. Esencia que estoy desesperada por reincorporar. Esa es la estimación de mi escritura. Y hago estas afirmaciones con tal desfachatez porque sé que soy nadie y quise ahondar en el sentimiento derrotista, entonces no tendré repercusiones. Son mi verdad porque yo también escribo. Una de tantas.
Imagen de Merija Jansen (2017), tomada de Pinterest.
| María José Escobar (Querétaro, México, 1998). Escritora. Licenciada en Letras Hispánicas. Ha publicado cuento y minificción en Revista Alcantarilla, Enpoli, After The Storm, Especulativas, Cósmica Fanzine, Carcaj y Periódico Poético. Sus intereses y temas se centran en la escritura de narrativa especulativa y la exploración de la autoficción. |

Que texto tan genial en el que muchas personas podrás reflejarse. Quise dejarte comentario, María José, para felicitarte pero también para hacer notar que sí hay personas que leemos en revistas, incluso al ser algo ágil, al menos en mi caso son mis pausas de lecturas entre libros, voy insertando lecturas variadas, artículos, ensayos, poemas, de modo que la brevedad condimenta (para mí) una lectura más prolongada. Saludos.
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