Someto a la aprobación de la sociedad de la medianoche,
la siguiente columna titulada: El Elefante Negro.
Me encontraba en una sala de Monstruosismos iluminada para este pequeño monstruo con filas y filas de dientes, pero sin ojos. Era a la vez como si pudiera verme viéndola y luego de verla viendo que la veía, ella me viera viendo que la veo verme viéndome verla viéndonos. Me sentía Salvador Elintonso. Me gruñía, yo escuchaba ese pequeño traqueteo de sus patas de madera. Y es que cuando uno se enfrenta a una pieza así, a una exposición así, a un museo así, a veces es inevitable tener en la cabeza uno de esos momentos en los cuales todo se mueve. Así sucede en todas las narraciones gráficas. Unas cuantas líneas saliendo de un objeto indican movimiento, a través de dos o más viñetas, un zoom al estilo del cine, y lo mejor, con una espiral de fondo la viñeta se convierte en el genial zolly de Hitchcock y Roberts. ¿Pero puede una exposición ser una narración gráfica también? Ya llegaremos a eso. Siempre he creído que el cine es una experiencia complementaria. Implica cierto tipo de reclusión, pantalla, audio, compañía y humor. En general, el arte es una experiencia complementaria. La sala de cine huele a sala de cine (menos el Cine Venus, ahí huele a humanos), así como el museo debería oler a museo. Pero no. El museo, cualquiera, huele a humedad, a solipsismo, a reclusión. Eso: huele a una ensimismada reclusión. ¿Quién era el monstruo? ¿Sería posible que la sala, la pieza y yo lo fuéramos? ¿O yo era el monstruo por juzgar a rajatabla? Es cierto que lo monstruoso nos enfrenta a lo siniestro (en contraposición a lo familiar, según Freud), pero no todo lo extraño es siniestro. Puede parecernos extraña una canción, pero no siniestra. Puede ser siniestro un personaje, pero no extraño. Vamos, es insulso pensar que todo lo extrañable es monstruituible. A mí, por ejemplo, los museos me parecen lugares por demás siniestros. ¿Qué por qué lo digo? Imagínenme caminando como Hitchcock por la galería. Sigamos.
Dentro del museo existe un tiempo alternativo, una atmósfera alternativa, una realidad alternativa con hechos alternativos (sic): la nariz, uno de los órganos más silenciosos, es la que nos brinda el primer indicio de aquella realidad: este pedo le huele alternativo. Pararse justo en el umbral de los museos es imponente. Si uno, por ejemplo, le da la espalda al museo, un escalofriante silencio le trepará desde los tobillos y hasta la base del cráneo, donde los vellos se erizan de frío. Inténtenlo en cualquiera. De modo contrario, si uno le da la espalda a la calle, sentirá primero el frío en los pezones, luego por la nariz le entrará el olor a claustro, a yeso, a edificio vacío; casi involuntariamente un brazo tocará al otro, tapando el corazón ante ese monstruoso edificio vampírico.
El monstruo es una representación metafórica de lo que se encuentra más allá del entendimiento y control. Es lo que podemos intentar ignorar, pero no podemos escapar de su existencia. Enfrentarse a un buen monstruo es siempre enfrentarse al umbral de una entrada sin puerta: pone en perspectiva la posibilidad de algo que existe dentro de la habitación, lo conozcamos o no. Desde el vacío oscuro del cuarto, algo nos devuelve la mirada evaluando si nosotros existimos. Es el elefante negro del cuarto. El ejemplo más simple me lo da el Sr. Hyde. Stevenson trama en su historia el símbolo perfecto de lo siniestro, y aunque lo llame antinatural, su hipótesis del bien y el mal valida también la freudiana de lo familiar y lo siniestro. Aclararé que son independientes. El bien y el mal son entes que preexisten como ideas, se pueda atar a ellos un acto o una expresión. Lo siniestro, conocido o no, ataca a la seguridad o estabilidad física, emocional o psicológica. No es gratuito que la mayor parte de los monstruos posean fuerza sobrehumana, sean imparables o indestructibles. Si ponemos atención, los más exitosos siempre han atacado lo que llamaré zona de confort: trepan, cuelgan del techo, se arrastran velozmente, brotan de la pared, tienen una relación de fetiche con objetos que sobrepasan lo humano, lo natural o ambos.
Los monstruos son una pequeña muestra histórica de su tiempo y lugar. Cuando los hombres lobo aterraban europeos, lo hacían por representar un sistema de valores distinto, casi antropofágico; ellos son el símbolo de lo salvaje en la civilización, cuando los bárbaros triunfaban sobre los ciudadanos. Un vampiro controla (y puede convertirse en) ratas y lobos, ninguna pared lo detiene, contamina la sangre de sus víctimas y los vuelve sus esclavos… ¿estoy describiendo un vampiro o la peste? No es de sorprender que los vampiros tengan su apogeo siempre después de las peores emergencias sanitarias de la historia. Y así podemos nombrar el auge y caída de todos los monstruos con la sociedad de su tiempo. ¿Pero a qué tiempo pertenecen los museos?
Tal vez sea mi horror vacui. Pero escúchenme un poco más. Denme el beneficio de la duda. Todo comenzó con un cambio de audífonos. Mi sacrosanto perro William Cervantes decidió cenarse mis audífonos. Como el obsesivo músico mediocre que soy, no soporté ni tres días sin un par nuevo, pero también, como el estudiante que soy, tuve que comprar los de veinte pesos en Chabacano. Y fueron horribles. Uno no llega a notar la calidad de los materiales con que se hacen los audífonos hasta que consigue unos baratos. El plástico de poca densidad minimiza los graves, neutraliza los medios y maximiza los agudos. Me metí al museo con estas baratijas. Salió tan mal como puede salir algo. Parecía que la oscuridad de la exposición necesitaba los graves de la música. De pronto, un guardia se me acercó y pidió a señas que me quitara los audífonos. Que apagara la música. Nunca me había pasado. Me enfrenté al silencio monumental. Pero es que las obras son también por su sonido, por su olor, por la temperatura. Yo me esperaba otra exposición. El único monstruo que encontré fue el silencio. ¿Por qué los museos deben estar en silencio? Recuerdo uno o dos con música, pero no más (y aquí estoy yo, contradiciendo todo porque es lo único que le sé a esto). Un silencio monolítico que se te sube a los hombros no me parece el modo óptimo de experimentar las obras. El arte obliga a confrontarse. El artista está ahí, desnudo, y por mera cortesía uno debe desnudarse también ante la pieza. Me es imposible desnudarme en silencio. No puedo. Debo hablar con alguien, debo, por ejemplo, escuchar que la vida sigue afuera, porque desnudarse no es así de importante, aunque sea lo único. El cuadro espera por nuestra más honesta versión de nosotros. Confrontarse en silencio es simplemente conformarse.
Nunca creí ver un cuadro kitch del Santo, con focos en el marco (como la virgen de mi vecindad), en una exposición sobre monstruos. Terrible. Por intentar adecuar unas obras a las exigencias estéticas que un título como Monstruosismos impone la curadora invitada, Daniela Tarazona, pierde el norte y convierte lo monstruoso en todo lo outsider, aquello que en México parece raro. No me cabe en la cabeza que el Santo, que la lucha libre, que usar una máscara, sea de monstruosismo. Entiendo la tradición fílmica y el peso que tiene para la cultura mexicana, pero no encuentro el modo en que ese cuadro particular puede ser monstruoso. Aunque el asunto de los monstruos en México es por demás complicado. Históricamente somos un pueblo familiar, nuestros monstruos se ligan siempre a la familia. Para nosotros que alguien se convierta en lobo cada mes es mera anécdota, todos estamos animalizados. Aquí las brujas se quitan las piernas: son bolas de fuego; nuestros monstruos siempre han sido diferentes, no más ni menos complejos, simplemente diferentes. No respondemos ante el bien y el mal, no somos así de fríos. Nosotros respondemos ante el sufrimiento innecesario, ante la muerte no. Pero he olvidado una dimensión estética muy importante del monstruo. Desde su inicio lo monstruoso es también parte de lo humano. ¿Cómo se inserta el monstruo a lo humano? ¿A lo real? ¿A lo verosímil? Es su dimensión dramática, el monstruo por su mera existencia siempre está solo. Su destino es irrevocablemente monstruoso, es una víctima de su propia existencia y, como en los más clásicos, deberá decidir sobre ella. Muchas veces se olvida esta dimensión dramática del monstruo y Monstruosismos lo omite por un millón y una. Ya ni siquiera hablaré del intento narrativo que hizo al regar algunas frases (meramente descriptivas) por los muros de la sala, esperando que el espectador las pueda articular. Tarazona nos pide armar una rueda con piezas de Lego. Este elefante negro, formado por la exposición, la curaduría, el entendimiento sobre la identidad del monstruo, el desentendimiento de los métodos narrativos y los museos como institución de hermética validación y reverencialidad hacia lo que sea que esté adentro es demasiado grande como para no hablar sobre ello. Y aunque crean que he hablado bastante, les juro que mucho se me escapa de las líneas.
En la exposición nos encontramos, a veces, de manera suertuda con que lo que dice y lo que hace coinciden, pero la mayor parte del tiempo estamos frente a prácticas más bien exclusivas (o sea, que excluyen) sobre cierto sector, cierto tiempo, cierto espacio. En otras palabras, clasifica como monstruoso lo que no entiende o lo que no concuerda con la estética (no muy bien definida, ciertamente) de lo que Daniela Tarazona intentó sacarse de la manga. Y para mangas le hizo falta mucha tela. Ya solamente para no dejar, la exposición está dividida en dos módulos, de los cuales el segundo se montará en el Museo Mural Diego Rivera a partir de Abril. El monstruoso destino dirá si las segundas partes nunca fueron buenas.
Imagen tomada de MAM