España puede presumir de haber sido varias veces la pionera de los pueblos civilizados. Español fue el primer descubrimiento de arte paleolítico, en la Altamira de 1868, española la primera novela moderna, y español el primer imperio en cubrir los cinco continentes. Pero, además de éstas. España ha sido responsable de otras ominosas novedades, de las que casi nadie habla. Hoy quiero traer una a la memoria; una con nombre y apellidos: Jerónimo Jiménez de Urrea.
Los datos de Jiménez de Urrea están dispersos y la mayoría son de poco fiar: se sabe que fue capitán destacado en el asalto a Le Muy, en el que murió Garcilaso, que tradujo la Arcadia y el Orlando Furioso, y que escribió un libro de caballerías, una novela pastoril que no se conserva y un puñado de diálogos; no mucho más. Los términos mismos de su vida, y hasta las causas de su muerte, siguen siendo polémicos: las noticias de su paradero se pierden en 1569, cuando Felipe II manda a Nápoles a dos inquisidores para investigarlo por homosexualidad. Y luego, nada. Hasta 1574, cuando aparece constancia de su muerte -aunque sin mayor explicación-, en un documento legal. Más que interesarme una reconstrucción histórica, quiero jugar a las hipótesis:
Es 1536. Siete años han pasado desde que Jerónimo Jiménez de Urrea se enlistó en el ejército de Carlos V. Hermano menor de la Historia, Jerónimo busca en la guerra los laureles que no le dio su cuna bastarda. En su carrera militar ha conocido algunos espíritus afines, que entrarán a la posteridad con el título de “hombres del Renacimiento”: Guillén de Moncada, el capitán Maldonado y Garcilaso de la Vega, todos ellos soldados y poetas. Un día antes del fatídico asalto a la fortaleza de Le Muy, los cuatro amigos conversan alrededor de un fuego en el campamento español. Maldonado prefiere retirarse antes de que empiece a correr el vino, porque se sabe débil; Moncada y Jerónimo se quedan para escuchar los cuartetos de un soneto en el que Garcilaso trabaja:
En fin, en vuestras manos me he venido
do sé que he de morir tan apretado,
que aun aliviar con quejas mi cuidado,
como remedio, ya me es defendido.
Mi vida no sé en qué se ha sostenido,
si nos es en haber sido yo guardado
para que sólo en mí fuese probado
cuánto corta una espada en un rendido.
Garcilaso levanta la mirada del papel, buscando la aprobación de sus amigos. Moncada lo felicita por su buen gusto y lo urge a terminarlo cuanto antes; Jerónimo lo mira con recelo y lo felicita, aunque sin entusiasmo. La noche sigue, los odres se vacían y se quedan solos quienes deben: Jerónimo y Garcilaso. Garcilaso ve en éste el momento de preguntar por los ojos que Jerónimo le echó hace un rato: “Jerónimo, dime, ¿por qué te han molestado los versos que he escrito?”. “Por indiscretos”, le responde, “porque te gusta exhibirte y no es natural”. “¿No es esto natural?”, y lo jala de los brazos, hacia él. Jerónimo se defiende, arrepentido de haberle dado alguna vez esperanza a esa locura: le preocupa que Garcilaso nunca pueda reponerse, que cada campaña sea una reincidencia, que le pida otra vez “morir tan apretado”, que vuelva a “venirse en esas manos” y que vuelva a “cortar con su espada en un rendido”. Jerónimo avienta sobre una pila de troncos a Garcilaso, que entiende que ésa es la única forma en que se lo va a tirar jamás. Se levanta y le voltea la cara de una cachetada, antes de retirarse a sus aposentos a terminar los tercetos del que Boscán y la tradición llamarían su Soneto II, aunque sería el postrero:
Mis lágrimas han sido derramadas
donde la sequedad y la aspereza
dieron mal fruto de ellas y mi suerte.
Basten las que por vos tengo lloradas.
No os venguéis más de mi con mi flaqueza;
allá os vengad, amigo, con mi muerte.
La mañana siguiente, nadie se explica por qué, Garcilaso corre al frente de las huestes españolas, en una vanguardia temeraria, casi estúpida. Se hace matar por el primer cañonazo del asalto a Le Muy, y pasa a la historia por ser el arquetipo del soldado-poeta: los románticos ingleses lo admiran por la conclusión de su existencia, en la que ofreció su carne de sacrificio por España, las cortes de su tiempo lo lloran, Boscán edita (también “corrige” algunas porciones subidas de tono) su obra manuscrita y nos lo asegura por los siglos de los siglos. Sólo Jerónimo Jiménez de Urrea ve en Le Muy otra cosa que un campo de batalla y en la obra de Garcilaso una mentira.
Los años transcurren, Jerónimo conserva la memoria de su amigo en sus libros: los pastores de la Arcadia de Sannazaro se le antojan un reflejo de ellos, el Orlando una alegoría de su amor oculto, y las andanzas del Clarisel de las Flores un espejo cóncavo de sus vergüenzas. Por fin, en 1569, manda a Madrid una novela pastoril, La famosa Épila, para recibir la aprobación del rey. En ella, un par de personajes de nombres y atuendos ambiguos, sostienen una relación en los campos de Aragón, para felicidad de los zagales. Un verso resuena sacrílegamente a otro de Garcilaso, “cuánto corta una espada en un rendido”, pero en el contexto adquiere un matiz inaceptable para la Religión, para la Corte y para la Historia. El censor acude a Felipe II, Felipe II a la Inquisición y ésta a la casa de campaña de Jerónimo, en Nápoles.
De Jerónimo no se sabe nada a partir de entonces. Luego de esto, la fama que con los años había acumulado se diluye. Sus hazañas militares se olvidan, sus libros dejan de editarse y uno, La famosa Épila, ni siquiera ve la imprenta. Siglos después, una investigadora descubre en el Archivo de Simancas una carta en la que se ordena su aprehensión por homosexualidad, pero a la Historia no le importa, porque hace cuatrocientos años que Jerónimo Jiménez de Urrea entró a la muerte definitiva del olvido y esta carta no es más que una curiosidad, un testimonio de que también en el siglo XVI había homosexuales. ¿Y luego qué? Tal vez un artículo, la reedición morosa de una de sus traducciones, un relato especulativo de otro hermano menor de la Historia. Nada de eso importa. España, la infame, crucificó, antes que cualquier otra nación moderna, la memoria del primer poeta y soldado homosexual. España triunfó sobre la memoria.
Imagen tomada de Pinterest