No hay señal más clara de que uno se está poniendo viejo que contar la misma historia siempre. Elenita Poniatowska, por ejemplo, empezó a envejecer en 1968 y, a casi cincuenta años de esa fecha, no creo que pueda recuperar ya su juventud. Por eso, cuando hace unos meses compartí con una amiga mi intención de escribir una columna sobre literatura y por respuesta recibí un “pero que sea algo nuevo, porque ya estuvo de que siempre hables sobre López Velarde y Góngora”, tuve miedo de haber caído en esa misma fosa, de parecerme, aunque fuera sólo remotamente, a la princesa polaca devenida en roja. Líbreme Góngora. Mi abuelo tenía ese mismo hábito: repetía a la menor provocación la historia de cómo en su remota infancia hidalguense le habían robado una bicicleta, conseguida a plazos para trabajar como repartidor, el mismo día en que la sacó de la tienda (y de cómo, a pesar de todo, había terminado de pagarla). Esa historia nunca me cansó porque siempre tenía un matiz peculiar: a veces la dirigía al melodrama, a veces a la comedia, a la inspirational story, a la tragedia o, en realidad, a cualquier dirección. Tal vez nunca me pareció un hombre viejo porque en el fondo nunca contaba lo mismo. Dios, con su magnífica ironía, hizo de Poniatowska una escritora reconocida y de mi abuelo un narrador anónimo.
No recuerdo si, cuando mi amiga me sugirió moverme por otros territorios, disimulé o intenté discutir con ella; de lo que estoy seguro es de mi inconformidad, entonces y ahora, con su aseveración. En buena parte por la mención punzante de dos autores para mí entrañables, pero sobre todo porque asumía que regresar a un mismo lugar significaba, necesariamente, contarlo de la misma manera, mientras que visitar nuevos sitios contaba como un descubrimiento en sí mismo. Mi abuelo muerto me había demostrado lo contrario y quise ser fiel a su ejemplo. No hubiera tenido problema en encaminarme por donde ella me sugería, pero haber procedido de semejante manera habría sido transformar este espacio, destinado a la reflexión, en una pasarela, al tiempo que contribuir con mi silencio a perpetuar esa imagen tan desagradable de autores pretéritos como inalcanzables y sin tacha. Habría conseguido ser nada más que una vitrina: de boutique o de museo, lo mismo da. Regresar a aquellos sobre quienes se sostiene la tradición no debería tomarse de antemano como un gesto de conservadurismo; al menos para mí no lo es, y en muchos casos me parece, más bien, una rebeldía. Asumir que una obra o un autor se agotan conforme se les lee y se habla de ellos es creer que la literatura significa algo, es decir, que hay un mensaje último y arcano que se agota cuando es revelado, una verdad inmutable esperando a brotar una sola vez, de una sola manera. Según lo veo yo, hacer eso es incurrir en una analogía entre la literatura y los crucigramas. Una obra de arte no se resuelve, por eso perdura.
Prefiero hacer mía la imagen -cuyo lugar exacto desconozco, pues sólo he llegado a ella a través de referencias, pero que, aun si yo fuera víctima de la credulidad y no fuera el responsable de la comparación, adopto porque me parece cierta-, con la que Marcel Proust solía describir los libros: una lente de aumento. La forma más fácil de entender la metáfora es la muy rosa de ocuparla como herramienta de minucioso autodescubrimiento. La comparación me gusta más porque incluye el vidrio, material reflejante, que por la amplificación de la lupa. Aunque no quiero decir con esto, pues sería una variación muy burda de lo que dijo Proust, que debamos vernos reflejados en el libro; más interesante me parece transitar el camino contrario y vernos a nosotros como espejos en los que el libro se mira y adquiere una de sus formas posibles. Estos perfiles nunca son definitivos, claro está, pues las superficies sobre las que se mira no son lisas; son cóncavas, ondulantes y convexas, todas en diferente medida.
Me acuerdo de una tarde en la que escuché a David Huerta reflexionar en voz alta sobre el adjetivo “mentida” (“una estrella mentida / por su sola luz”) del casi final de Muerte sin fin, uno de sus felices lugares comunes, y llegar a una conclusión que me pareció del todo inusitada. Empezó por narrar la historia de un astrónomo danés de nombre Tycho Brahe que, a mediados de 1572, se sorprendió por haber descubierto una estrella nueva en el cielo, más brillante que Venus misma. El fenómeno duró hasta diciembre de aquel año, cuando la recién nacida se volvió a consumir en la cósmica oscuridad, pero Tycho no vivió lo suficiente como para recibir una explicación satisfactoria a tan raro suceso. En 1931 Walter Baade y Fritz Zwicky expondrían y nombrarían el acontecimiento como el nacimiento de una supernova, un evento que, para cuando Tycho lo presenció, ya tenía muchos años de haber ocurrido. Tycho fue testigo de una proyección diferida de la luz que emitió la explosión de la estrella, acaecida tal vez siglos atrás.
La publicación de Muerte sin fin fue casi contemporánea a este descubrimiento, apenas ocho años después, en 1939. No sé si Huerta tenía fresca la genealogía de los avances científicos y poéticos al hablar, puede ser que sí; lo importante es que pudo reunir los hilos de estos eventos para proponer “mentida” como una referencia de Gorostiza, si no consciente al menos sí intuitiva, a la idea de que la luz celeste que observamos en la tierra no es sino una imagen de lo que hace mucho ocurrió en su fuente de emisión. Es decir, es mentida porque es la visión de una luz pretérita como si fuera presente.
A gran parte de la crítica académica de la poesía mexicana una propuesta así probablemente pareciera estrambótica, tal vez ridícula; sin embargo, su búsqueda es casi siempre exegética, como si hubiera un dogma que desentrañar y explicar, cuando más acertado es concebir el diálogo entre lector y texto, ya no hablemos sólo del libro, como un juego de refracciones, del que ninguno sale igual de como entró. Podrían objetar, con razón, que muy posiblemente Gorostiza no estaba al tanto de los más recientes descubrimientos de la astrofísica, por lo que una interpretación que vincula al adjetivo con una novedad en el campo de la ciencia sería descabellado. Pero proceder de esta manera es, una vez más, creer que la literatura vale por lo que significa y no por lo que nosotros significamos de ella y a través de ella.
Unos párrafos atrás hablaba del hecho estético como una reflexión de la obra sobre la superficie deformada del espejo que es cada uno de nosotros, pero, ahora que lo pienso mejor, creo que es más indicado recurrir a la imagen hecha famosa por Villaurrutia: “el juego angustioso de un espejo frente a otro”. No sólo el texto se transforma de una cadena de signos congelados en una obra; también nosotros nos transfiguramos irremediablemente, junto con todo nuestro horizonte. Lo vital, lo que mantiene a ese juego angustioso como siempre nuevo, es que no es un solo camino: es un vaivén infinito en que ninguna de las voces termina de madurar, sino que una construye a la otra sin parar. Cuando hablo de Góngora hablo tanto de él como de mí, de mi condición y mis circunstancias. Pero no sólo Góngora me define, yo lo defino a él en retrospectiva para establecer entre los dos una conversación a pesar de la mortalidad. A estas alturas poco me importa tener lecturas correctas; sé, cuando menos y eso me basta, que no repetiré a nadie. Y que es también imposible que alguien me repita a mí.
Está bastante bien este artículo. Quien quiera que sea el autor, sabe escribir, y hoy eso, hoy en día, ya es algo!!!
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