“Nada es veneno, todo es veneno” aseguraba Paracelso en el siglo XVI. Todo radica, entonces, no en las sustancias elegidas sino en consumirlas en dosis adecuadas, por tal motivo atravesar sus caminos debería ser como entrar en una zona desconocida, siempre amistosa, nunca ya habitable. Los venenos son muchos, son todo, cualquier cosa, persona, animal, necesidad. Las hay depresoras, sedantes, estimulantes y, para los más temerarios, alucinógenas. La gran mayoría puede ser sobrellevada por la mente humana promedio, pero cuando se posee la suerte –o la desgracia– de caer en sus redes, ya cualquier otra cosa resulta menor.

El absenta o ajenjo es esa bebida que lo contiene todo, como un obsequio que la naturaleza nunca hubo de darnos. Posee una historia incierta: desde papiros egipcios hace ya su aparición con fines litúrgicos. Hipócrates y Galeno conocieron sus poderes curativos, los cuales viajaron hasta ser recibidos por la Edad Media. Sin embargo, se dice que fue el médico francés Pierre Ordinaire quien a finales del siglo XVIII fue el responsable de su creación; exiliado por razones políticas, encontró en los altos bosques suizos algo más que una guarida, una verdadera epifanía que se haría famosa a lo largo del siglo XIX: las cinco de la tarde en Francia se convirtieron en la hora del hada verde. Así el absenta ha sido la única bebida que ha puesto en jaque el sempiterno liderazgo del vino en la Belle Epoque, haya sido por lo atractivo de beberlo en ritual, por una plaga en los viñedos o por el escalofriante destino… en los Cafés, los clientes exigían otra copa de «Le Même».

Del francés absinthe, del latín absintium y del griego aphsintion, nos advierte, etimológicamente, que ‘no debe ser bebible’; paradójicamente, este néctar se ha movido a través de los siglos levantando en armas movimientos bohemios, símbolos anárquicos, revoluciones artísticas y verborrea literaria. Una bebida que lleva en su composición el símbolo de su poder y tragedia legendaria: vio caer la oreja de Van Gogh, nacer el telégrafo automático, arrancó el tiro que Rimbaud habría de dirigir a Verlaine, alentó a tropas francesas combatiendo la fiebre y la malaria, explotó el paraíso del Jazz, fue el «terremoto» de Toulouse-Lautrec. Con estos mitos sobre ella, se desarrolló un nuevo sustantivo que exiliaría de la realidad a estos bebedores calificándolos de absintheurs. La humanidad le tuvo miedo, tanto que la relegó al sórdido mundo de lo prohibido, sus detractores la acusaron de ser un hábito nefasto, una dependencia fatal que provocaba alucinaciones; no se equivocaban. Sus más fieles devotos debían beberla en forma clandestina y abyecta reunidos en grupos marginados para deleitarse con sus sabores estimulantes. Su magia pronto se vio encapsulada en botellas de tónico para el cabello que lo único que tonificaban era el espíritu.

Su composición herbal y floral, tan amarga, debe ser macerada a pesar de tener ochenta y nueve grados de alcohol; así se levanta desafiante, obliga a doblegarse, a realizar una ceremonia cuando se le invoca, porque su ofrenda debe ser perfecta y sublime. Esta fuente de inspiración afrodisíaca exige extraerse con los más altos cánones de aristocracia y exotismo, se debe servir en los utensilios creados específicamente para su preparación: un terrón de azúcar sirve de tálamo al colocarse en la concavidad de una cuchara perforada en la cazoleta –a la usanza de colador barroco–, el hada verde deberá dulcificarse e infiltrar su opalescente y glauco néctar para ser atrapada en el receptáculo de un extravagante vaso de cristal con la burbuja de la onza exacta.  En ritual alquímico a la luz de la vela que el viento de la noche hace oscilar, se prende fuego al absenta, una explosión de sabores se desprende y ataca las yemas de las fosas nasales, una lluvia de luces azules y verdosas se desgajan del azúcar que ahora se descuaja en la eufonía de bálsamos, de sensaciones múltiples: el torrente de agua helada que apaga la llama aviva los monstruos maravillosos.

El verla ahí, de frente y lista para ti, con sus formas siempre elegantes y hechiceras. El hada verde te mira y te seduce, tan delicada y angélica te llama, tu mano tiembla trastabillando, tartamudeando, entre un dedo y otro indecisa por asirla. Sabes que es salvaje, fatal, que ese su color verde fosfórico te previene de sus orígenes irreales, de su mundo tan inestable como el plutonio. Como leche cósmica azulada penetra por tus ojos, por tus oídos y por todos tus poros, tus manos sudan, tu temperatura se dilata, tu paladar no sabe qué ha sucedido y sólo puede saber que nada volverá a ser igual después de la última gota. Y estás ahí, con esa mezcla exacta de dulce y amargo que resulta afrodisiaco, tienes la unión del cielo y el mar en la palma de tu mano, jugueteando entre tus dedos, fija en tus pupilas.  El hada va por ahí inmiscuyéndose en lo más profundo de tus entrañas, lanzando aporías de tu condición humana para, finalmente, demostrarte lo endeble de tu raza; te ausenta y se burla de tu solipsismo recreado, de tu incapacidad de deducir “qué ha pasado”.

El estado justo en el que el mundo real se percibe ya como una realidad subjetivamente ilusoria y una ilusión objetivamente real, no pudiendo definir si has entrado al territorio del estado alcohólico o del estado alucinante, simplemente te fugas en la escala del mundo presente y te ausentas en el bosque de una ciudad mitológica que nunca ha existido y, sin embargo, estás viviendo. El absenta exalta cualquier tipo de sensación, porque cuando estás ahí dentro no hay sensación alguna, todo es y no es, sucede y no sucede. Se bebe despacio y se disfruta demorado, el tiempo se encapsula y te olvidas ahí perdido en el marisma atemporal en el que te colocó. Cuando crees que todo ha acabado, realmente ha acabado, ves el verdadero fin porque sabes que nunca hubo principio, explicas el mundo desde el mundo mismo que ya no es y que tampoco debería poder ser, ¿cómo lo haces?, desde su centro, fuera de su centro, en otro lado muy lejano; lo entiendes y sabes que no existen otros mundos, no existen otras vidas; todo está frente a ti como siempre lo ha estado: aglutinado entre tus sentidos, y ahora se desmorona sólo en el estado de ausencia al que has llegado, y es tal, que nunca es suficiente para entenderlo una sola vez: la absenta.

Poster de Leonetto Cappiello

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Escrito por:paginasalmon

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