La lectura del film se determina desde que buscas el asiento y giras la cabeza de un extremo a otro para buscar el mejor lugar: crees ser consiente del espacio, pero no haces más que posicionarte ante la pantalla en busca de comodidad. Dejas un asiento libre, luego recuerdas que tienes uno asignado y te recorres. Ahí termina todo, sólo queda esperar a que comience la proyección y no haber coincidido con los que se ríen hasta con los intestinos o las personas dialógicas activas. Con suerte el tronar de la lata, el olor mantequilla y las gargantas secas serán menos intensas que el estruendo del audio envolvente que acostumbran las altas producciones. Pienso, naturalmente, en un cine convencional, cuya función es el espectáculo: esas distracciones se disminuyen, puesto que el espacio proporciona los elementos necesarios para relajar al espectador.
Aunque la selección de obras es muy parecida en la mayoría de los cines, no responde a la preferencia de ciertas corrientes estéticas, sino a un modelo de negocio para el entretenimiento. Los lugares adquieren funciones concretas y guían la lectura de la obra. El cinema se convierte paulatinamente en un espacio cuasi-privilegiado. Las plataformas digitales ya han acercado todo tipo de obras al público por medio de internet, desde los films aún no estrenados en el país, hasta los cortometrajes olvidados, intermitentes en festivales o en muestras temporales. La red es inmensa. Estas condiciones transforman el espacio: ir al cine implica un acto emocional, de distracción y de placer. Si eso ofrece el espacio, las obras que sean vistas deben cumplir con esas expectativas del modelo de negocio: muchos films quedan excluidos por la estética, tema, producción independiente o duración temporal, por lo tanto, tampoco se espera encontrarlos ahí; claro que siempre hay excepciones.
Cada obra pertenece a un espacio. Se crean las condiciones acordes a los films, no me imagino tanta solemnidad como respuesta a una película de superhéroes que suscita otros estados en el receptor: la manera en que la atención se capta con Logan (James Mangold, 2017), por ejemplo, es por causa del impetuoso mover de la cámara, la narrativa épica del héroe y su exaltación, la sonoridad de la furia que permiten los instrumentos de grabación, los efectos especiales, etc. Lees el film como entretenimiento desde antes que escojas algún título por la atmósfera del espacio: ves luces y colores atractivos por todos lados, en la publicidad de los productos y de los alimentos o de las películas y los productos ¿cómo era? Entras a la tienda del cine y lo aceptas. Y muchas veces concibes las obras del modo en que te condiciona el lugar. Tal vez, cuando aparezca Logan en otra plataforma se harán evidentes otros elementos que no habías notado.
La atmosfera, sin embargo, se torna museística en otros sitios. No necesariamente porque dentro haya obras de arte, sino porque conduce a la contemplación de los films más que al espectáculo. Los cinemas independientes o ciertos festivales expanden sus horizontes a otro tipo de obras a las cuales no se tiene tan fácil acceso y que, además, en algunos casos son nuevas propuestas cinematográficas. El que un film se encuentre dentro de su cartelera no asegura que acierte en su realización, pero sí que tenga algunos aspectos sobresalientes. Puede que los espectadores sean más pacientes con las obras que puedan encontrar, debido a que éstas responden a mayor disposición receptiva. El espacio incita a expandir horizontes de expectativas de cada persona, la capacidad de ver más allá de nuestras fronteras de conocimiento. Entrar a la sala implica mesura y atención. Los sentidos deben estar atentos: la vista juega un papel doble debido a que las películas no hispanas siempre tienen subtítulos. Nada que no sepan. Y en muchos casos, la estética del filme –ya sea por la narrativa, la no narrativa, el tempo o la simbología– exige un lector ávido, que dialogue con el film.
Esto no ocurriría de tal manera de no ser por el espacio. Hace un par de semanas asistí a la VII edición del FICUNAM. Elegí casi al azar Todas las ciudades del norte (Dane Komljen, Svi severni gradovi, 2016) que estaba dentro de la Competencia Internacional. Eran las siete de la noche cuando entramos a la sala Miguel Covarrubias del CCU. Casi se llenó la sala. Y, desde que inició la función hasta el diálogo con el director, los sonidos y las luces de los celulares estuvieron ausentes. Algunos se salieron conforme avanzaba el film. La obra era difícil porque casi siempre había uno o máximo dos personajes a cuadro que no tenían diálogos, sus acciones eran largas y había una constante del espacio vacío, sin embargo, los colores que armonizaban y el sonido tenue creaban una atmósfera sublime: era del todo una obra para la contemplación. El espacio permitía ser lectores de una obra museística: no había obligación para quedarse y muchos permanecieron hasta el final de la noche. Me recordó cuando acudí a la exposición de Azul de Prusia en el MUAC, donde el azul enfriaba el edificio y la carga simbólica de las imágenes cortaban las palabras de los espectadores: era tan fuerte que obligaba a la solemnidad. Así, la sala Miguel Covarrubias también se impuso ante nosotros.
La experiencia a la que te invitan estos espacios son diferentes, aunque cada una tiene funciones determinadas que son valiosas: el mundo no siempre se constituye de momentos trascendentes o sublimes: en ocasiones sólo hay que dejar correr el tiempo.
Imagen tomada de blog
Un comentario en “Mantener la respiración | Por Jonathan Rueda Urióstegui”