Entre la vida y tú se ha levantado
un muro
“E=mc2”, Orlando Alomá

Escamado Pez:

En año y medio de convivir contigo no he hecho sino comprobar cuánta razón tuvo quien te colgó tu acuático sobrenombre: tranquilo, no me refiero a tu rostro abisal ni a tus perfumes de agua salada, sino a que eres la confirmación a aquello de que el pez, ¿o era la paz?, muere por la boca. Elige tú la modalidad que prefieras, en tu caso ambas acomodan al asunto. Y esa es, justamente, la razón de que te escriba una carta y no me acerque a ti para discutir: porque lo que quiero contarte es importante y no admitiría las interrupciones de esos rebuznos prematuros que a veces te da por llamar argumentos; en esta ocasión, ya verás, guardar silencio es lo más importante.

¿Recuerdas la antología de poetas cubanos que me enseñaste a los pocos días de conocernos? Enterrado entre los nombres del coro oficial, en medio de Nicolás Guillén y Virgilio Piñera, Orlando Alomá asomaba la cabeza con una timidez entendible. Hartaba sus cuatro páginas correspondientes una cosa que quería ser poema y relato a una vez, pero terminaba por no ser cabalmente ninguno ni alcanzaba una síntesis interesante de los dos, algo así como una mula de los géneros literarios. Lo más probable es que ya la hayas olvidado, y con toda justicia porque era lamentable; yo no: entonces intentaba una cruza de esa misma naturaleza, cuyo éxito no es éste el lugar para alardear ─bueno, bueno, tal vez llamarlo éxito sea excesivo, pero estoy seguro de que mi burrito sabanero le habría ganado en las carreras a la mula de Alomá─. El punto es que hace unas semanas volví a encontrarme con su nombre en un número de El Corno Emplumado y desde entonces se han ido sucediendo los descubrimientos, hasta hoy, que los tejo para ti en esta conjetura que quiere ser un agradecimiento por haberme descubierto a Alomá.

Debo mucho a una conversación que escuché sin invitación en el Fondo de Cultura de Quevedo: un par de sesentones platicaban, con La noche de Tlatelolco y González de Alba como jurado y epicentro, sobre los intelectuales que en octubre del 68 habían reaccionado públicamente contra la represión estudiantil del gobierno de Díaz Ordaz. Recordé una escena del documental sobre El Corno Emplumado que vi en YouTube, en la que Sergio Mondragón lee una valiente condena contra el estado de cosas imperante en el país de entonces, publicada como editorial del número 28. Visité la biblioteca del Instituto de Investigaciones Filológicas con ganas de leerlo directo de la fuente: tomé el volumen empastado de los últimos números, 28-31 en letras doradas, y ya no pude dejarlo a un lado cuando en el índice me reencontré con el nombre de Alomá.

En dos páginas del último número que Mondragón dirigió están impresos un par de poemas que le hicieron honor a mis memorias de Alomá: un escritor terrible con uno de los nombres más sonoros que hubiera escuchado. Qué desperdicio, ni hablar. En fin, no dejé que muriera ahí la cosa, tú sabes cuánto me gustan los callejones sin salida, cuánto disfruto darle segundas y terceras y cuartas oportunidades a los escritores que no disfruto, por ver si algo de su obra contradice mis impresiones iniciales: ahí están Javier Marías y Horacio Castellanos Moya de testigos. Hasta ahora no había tenido éxito: Marías sólo se pone más soso, edulcorado y conservador con el tiempo, más español, para ponerlo en dos palabras, y Castellanos Moya sólo más gris y malditista, más tercermundista que observa su triste patria cómodo y de lejitos; Alomá, en cambio, me deparó la sorpresa de una obra de implicaciones estéticas revolucionarias.

La totalidad de su escritura podría agotarse en un libro menor a treinta cuartillas y, aun así, sería un desperdicio leer una sola línea; nada importa lo que haya escrito. Los únicos juicios interesantes que emitió fueron orales, durante su participación en una mesa redonda organizada al margen del II Congreso de Escritores Latinoamericanos, en México, del que la comunidad cubana se retiró por diferencias políticas con los organizadores. En él escuchamos, entre la interferencia de la cinta magnética y los dedos contra la mesa de un Guillén conjetural, dos intervenciones que son la modestia hecha cubano: en el minuto 7:45, “Otero tiene razón. Creo, además, que el lenguaje es el origen de todas las paradojas”, y, casi al final, en el 19:12, “¿De qué le sirvió a Lezama agotar el idioma, si lo único que consiguió fue enterrarse en la mentira?”.

A partir de aquí entramos en los territorios de la especulación. Si no existiera la grabación de Alomá de la que extraigo estas dos declaraciones, mi juicio sería automático: un hombre que quiso ser poeta, hasta que el hambre y el tiempo lo derrotaron, un lírico más para la nómina de los arrepentidos. La existencia, no obstante, de estos dos fragmentos de audio permite imaginar otra posibilidad. La idea de que en el lenguaje es donde se gestan las paradojas es una formulación genial de un problema viejísimo de lingüística y teoría literaria: ¿es posible que la lengua, no digamos ya la poesía como negó Platón, sea Verdad? No que refleje, que se aproxime, que circunde la Verdad: que sea Verdad. El propio Alomá parece haberse convencido ya para ese momento de la improcedencia de un esfuerzo como aquél: “aprender a hablar es darse cuenta, poco a poco, de que no podemos decir nada sobre nada”, sentenciará varios años después una de tus escritoras preferidas ─a ver, adivina quién─.

Para Alomá escribir, incluso hablar, habría constituido una traición primordial a su programa que, más que con el arte o con los hombres, estaba comprometido con la Verdad: ¿de qué otra manera entiendes que su única objeción a Lezama haya sido la de hundirse en la mentira? No es de extrañar que, tras una temporada de excesos como el medio siglo en Cuba ─excesos económicos y políticos, Batista y Fidel, metafísicos, el Ché, y estéticos, los neobarrocos─, haya existido una reacción opuesta: adelgazarlo todo, despojarlo de lo innecesario y hasta de lo esencial. Alomá constituiría, entonces, el momento cumbre de este movimiento, una afirmación a través de la negación: una obra literaria construida desde y en el silencio.

Pero ¿qué significa el silencio? Cuando hablamos de la voz es fácil comprender a lo que nos referimos, pero el silencio no sólo es acústico; puede llegar a ser una actitud frente a la existencia, una rebeldía a partir de la no-participación. Cuando en 1967, Alomá y la comunidad de escritores cubanos renunciaron al Congreso de Escritores (que, dicho sea de paso, organizaba Díaz Ordaz con miras a que la intelectualidad latinoamericana avalara su proyecto político), no fueron menos valientes que El Corno Emplumado al levantar la voz en el editorial 28. Un grito violento y desgarrado se relaciona con el mutismo más de lo que solemos pensar: como a veces sucede, los extremos se tocan y confunden. Ahora me viene a la mente un verso de Stephen Trask: “There ain’t much of a difference between a bridge and a wall”; que me obliga a preguntar si existe realmente una gran diferencia entre callarse y hablar. La literatura de Alomá nos va a gritar por siempre que no.

Apéndice filológico:

Parecía tan irrelevante hacer la lista completa de las obras de Alomá, que sólo me resistí a omitir este párrafo y nada más que como apéndice, porque sé que apreciarás el fetichismo que hay detrás de este esfuerzo. Agotan la totalidad de su escritura seis módulos: 1) los dos poemas de El Corno…, “E=mc2” y “Las reglas del juego”; 2) dos cartas, una manuscrita y otra autógrafa, dirigidas a José Agustín Goytisolo (cuya adquisición debo a Liliana Muñoz); 3) las cuatro páginas de “Al partir. Actas del repudio” (la mula); 4) un artículo periodístico de corte gastronómico titulado “Pasión por los espárragos blancos” (no, no es broma); 5) la traducción de un libro entero de William Carlos Williams y un poema de Niels Hav; y 6) una lista anual, desde el año 63, con sus diez estrenos cinematográficos favoritos.

Imagen tomada de UAB

Escrito por:paginasalmon

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