A Frankie, que ahora duerme.

‒¿Qué hay, amigo?

‒Nada, lo mismo de siempre, y bueno, esto también.

Óscar, el veterinario, mi amigo, camina hacia mi hijo y hacia mí. Al lado nuestro, bajo el árbol del jardín, está la mesa de patas flojas sobre la que reparo la desbrozadora, pero ahora no hay desbrozadora descompuesta, sólo Marcus, el perro de mi hijo. Debo decirlo, Marcus fue mi perro también, pero hace años.

‒A ver, vamos a ver.

Óscar coloca su pequeña maleta junto a la mesa y toma al perro por el hocico, le mira los ojos y parece hundirse en ellos, luego vuelve, como si aquel viaje le hubiera tomado siglos. “A ver, vamos a ver”, como si el primer ver fuera sólo eso, ver, y el segundo algo más, algo doloroso.

‒Papá… ‒mi hijo me toma la mano y la aprieta.

‒Tranquilo, sólo va a dormir, sólo eso, va a dormir. ‒Ahora yo: pareciera que hablara de dos tipos de sueño, uno ligero y otro más intenso‒. Soñar es lindo, ¿no?

‒Sí, creo… ‒mi hijo está quieto, cual si mirara dentro de sí y repasara todos los sueños que ha tenido.

‒Lo que te había dicho: cáncer. Habrá que dormirlo.

‒¿Seguro?

‒Seguro.

Óscar se inclina hacia su maletín y comienza a revolver allí dentro, como mago o comediante. Pregunta por mi mujer y mis otros hijos; yo pregunto por su mujer y sus hijos. Me comenta que su camioneta necesita nuevos frenos, quizás nueva caja de velocidades. “Tal vez decida venderla”, me dice mientras extrae una jeringa y con ella perfora una pequeña ampolleta de líquido azul. Las nubes pasan sobre nosotros con calma, como gente curiosa.

‒¿Le va a doler? ‒pregunta mi hijo mientras aprieta mi mano aún más fuerte; el perro está tenso, pero no asustado: lo conozco. Su cuerpo delgado es como una flecha, como las veletas en las puntas de los edificios.

‒No, para nada, esto es como un sedante, ¿recuerdas cuando le cortábamos el pelo? Exactamente lo mismo.

Óscar ya habla en pasado, como si el tiempo fuese una espiral y aquello de “dormirlo” hubiera sucedido mucho tiempo atrás. Vuelve a hablar de su camioneta: piensa ahora en comprarse un compacto, dice. Menos gasolina, menos inversión en las refacciones.

El aire mueve ligeramente las hojas del árbol. El perro estornuda.

‒A ver, sostenlo.

Óscar me mira y luego aprieta un poco la parte inferior de la jeringa, como si tirara de un gatillo; el líquido sale hacia arriba, se pierde contra la luz del sol. Yo tomo a Marcus y le aprieto el hocico. Óscar inyecta primero en la parte trasera, entre las dos patas, y después en el cuello, justo donde termina la cabeza. El movimiento del perro es casi nulo, sus ojos brillan con crudeza, como una pieza de metal viejo, oscuro. Hay una hidráulica de la muerte, creo: el líquido viene empujando la vida dentro de las venas del perro, desde atrás, hasta que le sale por los ojos en una mirada que jamás le había visto. Mi hijo observa, en sus ojos también hay un fulgor nuevo, impreciso, confuso.

‒Siempre es así en estos casos, el cáncer empieza a cundirlos por dentro, como mala hierba. Imagínalo así: es como si les creciera una enredadera de moras negras, por dentro, claro, y curiosamente eso parecen en ocasiones los nódulos, es curioso. ‒Palmea al perro y le da una caricia larga, honda–. Y tú, ¿qué me dices de los compactos, funcionan?

‒Son buenos, más económicos –el perro comienza a desvanecerse, cual carpa de circo cuando retiran el poste principal. Se lame los labios, la muerte parece tener un sabor precioso. Mi hijo le acaricia el hocico, y Marcus parece querer lamer su mano como siempre, pero el cuerpo se le está quedando atrás, como vehículo descompuesto.

‒Lo voy a pensar, pero creo que estoy casi decidido. ¿Puedo lavarme las manos?

Le señalo con el mentón el pequeño baño bajo las escaleras que dan al segundo nivel. Él le sonríe a mi hijo y vuelve a acariciar al perro, que ahora está laxo, como si quisiera guardar el poco aire que le va quedando.

‒¿Y ahora? –Mi hijo mira dentro de los ojos del perro, como si quisiera encontrar lo que justo ahí acaba de perder.

‒Nada, sólo va a dormir, pero mucho tiempo.

‒¿Y si se le acaban los sueños? ¿Qué va a hacer si se le acaban los sueños? ¿Entonces qué va a sentir?

La voz de mi hijo no suena triste, sólo preocupada. Óscar sale del baño. Allá, tras la reja del patio, miro su camioneta: es roja, grande, imponente. Él mira mi compacto, estacionado junto a las rosas de mi mujer.

Imagen tomada de dailymail

Escrito por:paginasalmon

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