Siento el frío recorrer las puntas de mis dedos, mi cuerpo entumecido busca alivio en el agua que baja de la montaña y que corre junto a mí. Quizás el río lave el dolor que siento, la espuma clara podría curar mis heridas, fundirse con mi sangre, arrastrar la pena. Quien diga que el agua es inodora jamás ha estado junto a un río, no huele a sal, ni a tierra, ni a calor, ni a frío; es una mezcla de violencia y frescura, de claridad y calma.
He perdido la cuenta de las horas, no sé cuánto tiempo llevo tendida sobre el barro, pero la arcilla rojiza ha formado una fiel impresión de mis extremidades. ¿Será la única huella que dejaré en este plano?, ¿un fósil de amargura?
Habría preferido ser ámbar, siempre me pareció romántico, la vida envuelta en vida, eternamente. Mi madre decía que no hay peor veneno que la falsa idea de romance, y me advertía todo el tiempo que la mujer es su víctima predilecta. Aunque yo siempre me sentí inmune a ese mal brebaje, cómo me gustaría contarle que encontré el antídoto.
Aún puedo moverme lo sé, pero mi fuerza ya es tan escasa que me aterra perderla para respirar. Descanso casi inerte, solo el ligero subir y bajar de mi pecho delata que me queda pulso. Siento los párpados pesados y no logro decidir si me falta o me sobra valor, aunque no estoy lista para cerrar los ojos, no cuando queda tanta luz. El sonido del viento comienza a crecer, mas ya nada turba al cielo, a su azul inalterable. Las nubes se mudaron hace mucho junto con mi llanto. Madre, no hay sentimiento que no se evapore. Los árboles enmarcan el cauce con intrincadas formas, en un denso tejido de ramas perfecto e indivisible; los rayos de sol que logran filtrarse son tan débiles, que el calor comienza a parecerme una ilusión, sin embargo, mis ojos no se cansan de ver.
La herida en mi vientre es profunda y la carne me arde como si llovieran espinas; pero el dolor proviene de tantas fuentes, mi alma se escapa por tantos resquicios, que quizás lo que me sobra es tiempo. Siento mi sangre caliente verterse sobre la tierra y hacerse camino hacia el agua, no me pesa porque yo siempre fui de aquí, jamás mía y jamás tuya. Es curioso cómo las primeras punzadas casi no se sienten, calan más las lágrimas, resbalan con gran velocidad por el rostro ante la incredulidad. Somos frágiles aunque finjamos no serlo, la daga atraviesa, el humo sofoca y, diferente a lo que suelen decirnos, la esperanza sí mata.
Nos gusta nombrar a las tormentas, familiarizarnos con la tempestad. No puedo evitar pensar en aquel que entrega su nombre al huracán, como si fuera propia la fuerza que lo azotará, quitándole culpa al que destruye. Tú venías, te vi venir. No puedo evocar todos los nombres que te di, sé que el menos acertado fue “amor”.
El primer recuerdo que tengo es dulce: las pupilas dilatadas, las manos inquietas, mi cuerpo expectante, el tono con el que hablabas, tan bajo, como si contuviera una verdad muy honda. En esa profundidad me perdí. Si entré con luz a la cueva, solo me queda aceptar que se extinguió.
Madre, ¿has pensado en el viento que arrastra a las palabras? El amor es apenas un susurro, un ligero soplo, la brisa de abril, esa que libera el aroma del jazmín sin arrancarle un solo pétalo. Qué rápido se torna en vendaval, con qué furia se trozan las ramas y se desprenden las raíces. El olor del musgo y el hierro comienza a aturdirme, me imagino la mezcla como el agua y el aceite, la vida y la muerte flotando en un mismo vaso, la línea que las divide apenas sugerida por la tensión superficial. Y así estamos, en constante tensión, oponiendo resistencia a lo inevitable, danzando en el límite invisible.
Bajo el cielo abierto comprendo lo fácil que es confundir la cárcel con refugio. Siempre me cautivó la destreza de tus manos, la delicadeza en tus trazos, me maravillaba la capacidad que tenías para traducir horizontes infinitos a un lienzo no mayor a dos palmas. Se convirtió en tu mayor fijación reducir el paisaje hasta que resultara solo comprensible bajo tu mirada, capturar la belleza y dejar a un lado el movimiento que la torna imprevisible. Sobre el cuadro lo único que fluía era tu pincel.
Cuando salí corriendo de aquel sitio le pedí a mis pies que no me traicionaran, le rogué a mi sangre que me diera unos segundos de ventaja, le imploré a mis heridas que no terminaran de abrirse. Si alguna gota de mi vida se derramó, el polvo que levantaron mis pasos debió ocultarla.
Ahora solo el agua clara se atreve a rasgar el monte, los bajos parecen tener miedo a extenderse ante la montaña. La ligereza se apodera de cada una de mis fibras, es quizás el miedo escapando de mis entrañas. La tierra me acuna y yo me dejo llevar por ese último aliento. Madre, ya no hay tregua.
Qué fugaz es la entrega del cuerpo que se rinde y el alma que se desprende en un parpadeo.
Qué bello e inquietante texto. Salí como bañada por ese río que traza, un poco helada de frío.
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