Cuando Franz Kafka escribió en 1904 a su amigo Oskar Pollak que todo libro debería despertarnos “como un golpe en el cráneo” –o como sugieren otras traducciones: “como un puñetazo en la cara”– estaba aludiendo a uno de los preceptos de su propia poética. Porque, ¿qué son los cuentos como “En el penal” o novelas como Metamorfosis o El proceso sino pequeños o grandes golpes en el cráneo del lector, que lo sacuden de su asiento mientras lee? La lectura de los textos de Kafka es un acto de valentía: quien lo lee está dispuesto a ser mordido y arañado por las palabras que, en el proceso de lectura, se transforman cual Gregor Samsa en animales o cosas. Dejarse morder y arañar no es una cuestión sencilla –y Kafka lo sabía–, porque un arañazo o una mordida no sólo causan dolor, sino también dejan una huella en la piel y en la memoria.
Infortunadamente, la recomendación que Kafka le escribe a Pollak no va acompañada de una lista de libros que el propio remitente considere que cumplen esos requisitos. Kafka lo deja a consideración de Pollak. Y Pollak y Max Brod lo dejan a consideración de nosotros, los lectores. Pero, tal como Brod lo hizo con sus textos inéditos, quizás sea bueno ir en contra de la voluntad de Kafka y crear una lista imaginaria, encabezada por un nombre: el del ruso Danil Jarms. Porque si la lectura ideal de Kafka es aquella que se lleva a cabo con los libros que muerden y arañan, la escritura ideal de Kharms es aquella que crea esas arañas, incluso con las situaciones más cotidianas.
Danil Ivanovich Yuvatchóv o Daniil Jarms (1905-1942), uno de sus seudónimos, fue contemporáneo de Kafka; publicó por primera vez en 1926, apenas dos años después de la muerte del checo. Sus escritos, sin embargo, son menos conocidos que los de este último. De hecho, la mayor parte de sus textos fueron retirados y censurados durante el régimen estalinista, por considerarse subversivos. De suerte que Marina Durnovó, su segunda esposa, reunió los escritos conservados de Jarms en una maleta y los llevó a casa de Drúskin, un buen amigo del autor. Después de 1980, los textos de Jarms salieron de la maleta y entraron a la imprenta. Marta Rebón (2012) bromea –refiriéndose a Jarms y a otros casos parecidos en el texto “Daniil Jarms o el elogio de lo breve”– diciendo que “la literatura rusa está en deuda con las maletas”. Yo diría que la literatura de todos los tiempos está en deuda, no con las maletas, sino con los amigos, las esposas, los editores y los familiares de los escritores.
- En general, creo que sólo debemos leer libros que muerdan y arañen.
Kafka no leyó a Jarms, pero este último sí leyó a Kafka, según lo relata Daniela Mountian en su texto “Autorretratos de Daniil Kharms” (2017), quien refiere que el traductor de Kafka, Aleksei Chadrin, dio a leer un fragmento a Jarms, quien lo desaprobó por falta de “humor”. A Kafka, amante del cine mudo al estilo de Chaplin, le hubiera causado gracia semejante afirmación –Jorge Seca (traductor de Kafka al español) y Kundera, partidarios de la lectura de sus obras en clave humorística, diferirían del juicio que Jarms le hizo al texto de Kafka–. Jarms sintió especial predilección hacia escritores como Gógol, Lewis Carroll, William Blake, Dante, Shakespeare y Allan Poe, según lo anota en su propio diario. Sin embargo, yo creo que en el fondo sí le gustó el humor kafkiano, y si lo que digo es correcto, Elizabetha Bam (1927) es un giño a El proceso (1925).
Kafka y Jarms trazan en sus textos mapas de pequeños territorios atravesados por las coordenadas del absurdo, del humor negro, de los equívocos, de la brevedad, de la fantasía y del horror, que sugieren una visión muy particular sobre la relación que se establece entre la escritura, el lector y la lectura. Para Kafka, la lectura es un acto que no se reduce a rozar los ojos sobre el papel. Los buenos libros nos golpean, nos muerden, nos arañan o nos destierran a bosques lejanos; o, como dijera Miller en Trópico de Cáncer “[son] páginas que hieren y estigmatizan, que arrancan gemidos y lágrimas y maldiciones”.
Es decir, la lectura es un acto que produce algo en el lector. La escritura de Jarms, por su parte, es un proceso que consiste en crear arañas. El mismo Jarms dice: “Hay que escribir los versos de forma que, al tirar un poema contra la ventana, se rompa el cristal”. De hecho, algunos de sus biógrafos explican el pseudónimo de Kharms como un derivado de la palabra harm, que significa daño.
El texto, para Kafka y Jarms, es un espacio en el que el lector es paralizado por el veneno de las arañas o golpeado en el cráneo por los versos que rompen ventanas. En ese sentido, la literatura es un sueño intranquilo, una muerte abrupta en una cooperativa, una obra de teatro que se suspende porque todos los actores no pueden contener el vómito, la imposibilidad de escribir un cuento que no esté escrito ya o la dificultad misma de dormir sin caerse de la cama o despertar convertido en un insecto.
- Si el libro que estamos leyendo no nos despierta como un golpe en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices como dices tú? Cielo santo, seríamos igual de igual de felices si no tuviéramos ningún libro. Los libros que nos hacen felices también podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio.
Los relatos breves de Jarms siguen la recomendación que Kafka le hace a Pollak: no sirven para hacer felices a los lectores –al menos, no en un sentido convencional–. Ello, sin embargo, no deja fuera el hecho de que sus relatos poseen una gran dosis de humor. Cuando digo que no sirven para hacernos felices, me refiero al hecho de que no buscan entretener al lector. De hecho, lo interpelan constantemente para que participe activamente en la lectura. “Un cuento” es un relato de Jarms que muestra claramente esta cuestión. Lenochka, interlocutor del diálogo que conforma el cuento, es un lector al estilo Kafka. Cuando Vania le sugiere escribir un cuento con la frase “Había una vez”, este le dice que todos los cuentos que empiezan con esa frase ya están escritos. A través del cuento, Vania intenta demostrarle a Lenochka lo contrario. Es así que la insistencia de Vania por escribir un cuento con esa frase como inicio suscita entre los personajes un ejercicio de escritura al estilo Jarms, en el que las frases, los incidentes cotidianos y los lugares comunes son llevados al límite. Al final del cuento, Lenochka parece haberle demostrado a Vania que todos los cuentos con “Había una vez”, incluso aquel que trata de sí mismo, ya están escritos. Pero el cuento mismo es una muestra de que no es así.
Entonces escribiré un cuento acerca de mí mismo ―dijo Vania, y escribió: “Había una vez un chico llamado Vania”.
―Ya se ha escrito un cuento acerca de ti ―dijo Lenochka.
―Eso es imposible ―dijo Vania.
―Te repito que ya ha sido escrito ―dijo Lenochka.
―¿Dónde ha sido escrito? ―preguntó Vania sorprendido.
―Compra el número 7 de la revista Chy y podrás leer el cuento acerca de tu persona ―dijo Lenochka.
Vania compró el número 7 de la revista Chy y leyó en ella el mismo cuento que tú acabas de leer.
Lo cotidiano no le interesa a Jarms como materia para crear cuentos o situaciones asociadas al discurso realista. Lo cotidiano es la puerta que el lector abre de manera ingenua creyendo que está en territorio conocido. Pero Jarms da un giro sorpresivo a lo cotidiano a través de una frase o una imagen. Como en aquel cuento titulado “Una fábula”, en el que Jarms presenta a un hombre bajito que desea ser alto. En cuanto manifiesta su deseo en voz alta, una bruja aparece y le pregunta qué desea. Si el lector deduce que esta pregunta desatará una serie de peticiones a la bruja y malas interpretaciones de esos deseos, está equivocado, porque el hombre, en lugar de pedir algo, calla. De modo que la bruja desaparece al no recibir respuesta. Jarms no termina el cuento ahí, sino que nos narra cómo el hombre, al ver que la bruja se va, rompe a llorar y, posteriormente, a comerse las uñas de manos y pies. Entonces, el narrador interpela al lector diciéndole: “Lector, piensa atentamente en esta fábula y te sentirás muy raro”. En otros casos, los finales de los cuentos de Jarms son ambiguos, abruptos o terminan en frases como “esto es casi todo”.
- Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentir desterrados a los bosques más lejanos, lejos de toda presencia humana, como un suicidio.
Si Jarms merece encabezar la lista imaginaria de Kafka no es únicamente porque sus cuentos muerdan y arañen o porque Jarms haya descubierto la forma de convertir los poemas en piedras que rompen ventanas, sino porque sus propios textos y actividades artísticas lo desterraron a un lugar lejano, a Kurst. Jarms encarnó en vida propia las condiciones que señala Kafka a Pollak en su carta. George Gibian, compilador del libro Literatura rusa del absurdo, dice que Jarms “convirtió su vida en un rapto de fantasía absurda”. Los acontecimientos que rodearon su vida personal se parecen al cuento “La cajera”: son una mezcla de equívocos, absurdos, sucesos inexplicables y episodios de horror. En 1931 fue acusado de subversivo a causa de su actividad artística en la OBERIU (Asociación por el Arte Real) y aunque logró salvarse de la cárcel, fue desterrado a exilio. Durante su exilio y el tiempo que le siguió al exilio, Jarms no dejó de escribir. De hecho, entre su lista de cosas que debía llevar a Kust, anotó la pluma y el papel. Acaso porque conocía la llave para huir de la cárcel –o de exilio–, esa que Bachelard en La poética del espacio identifica con lo absurdo: “Para salir de la cárcel todos los medios son buenos y en caso de necesidad lo absurdo nos libera”.
La geografía del absurdo fue también la que acogió a Jarms en su exilio. No en vano él mismo dice “a mí la vida sólo me interesa en su manifestación absurda”. Pero un día, Jarms despertó y el rumbo de su vida cambió para siempre: Jarms fue detenido arbitrariamente en 1941. Cuentan que simuló estar loco para evitar que lo condenaran a muerte. Recluido en un hospital psiquiátrico, murió como Gregor Samsa, de hambre. Su muerte ocurrió como un acontecimiento menor, porque la muerte, según lo sugieren sus cuentos, es un incidente cotidiano, de la misma forma en la que lo es olvidar el número que sigue al 7.
- Un libro debe ser un hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es casi todo.
Kafka, quien no duda en ningún momento de los efectos de la lectura, se atreve a comparar lo leído con un hacha, siendo en los minicuentos de Jarms el absurdo, el humor negro, la brevedad y el horror la encarnación de esa hacha. Esto es casi todo.
Imagen tomada de The Washington Post