Por siglos, la Iglesia ha repetido la fórmula “Cristo es Amor”, sin tomarse el tiempo de aclararnos un problema fundamental que estas palabras entrañan, y que tantos ocupan por bandera: ¿a quién sí y a quién no ama Cristo? ¿Nos ama Cristo a todos por igual o nos ama de maneras diferentes?
Muchos de los embajadores de Dios en la Tierra, las iglesias y los frentes por la familia, nos han dicho que no hay lugar en Cristo para quienes tienen un sentido “intrínsecamente desordenado” de lo que significa amar, para quienes no pertenecen a la naturalidad eclesiástica de la heterosexualidad procreadora. Pero, al mismo tiempo, existen dentro de la iglesia otros grupos, como Queer Theology, que aseguran, con el Evangelio en la mano, que Cristo habría aceptado gustoso en su congregación a miembros de la comunidad LGBTQ. Algunos, como el teólogo norteamericano Bob Shore-Goss, llegan incluso a los extremos –más interesantes, hay que admitirlo– de sugerir que Jesús era gay y que “jumping into bed with Jesus” sería una práctica espiritualmente enriquecedora. Cuán diferente sería así la Semana Santa, qué imagen tan distinta tendríamos de los clavos de Cristo.
Pero ¿a quién debemos creerle?
El problema del Amor de Cristo no es un asunto intrascendente de teología, amigos. No es, en realidad, ni siquiera un problema de orden religioso, sino de teoría literaria y política.
Empecemos por entender un hecho: todo personaje que rebasa sus propios bordes, y se vuelve digno de la repetición en el tiempo y el espacio, se desdobla en varias dimensiones: 1) su vida material y finita a la que no asiste en su totalidad más que él mismo, 2) las escrituras, necesariamente fragmentarias e inconexas, que de esa vida se desprenden, y 3) las lecturas que de esas escrituras hace la posteridad. Para ponerlo en términos más sencillos podríamos llamarlos: 1) la persona, 2) el personaje, y 3) las interpretaciones. El primero de estos tres nodos es inaccesible por una razón: deberíamos vivir la vida entera de Jesús desde adentro, sus 33 años (dice Johannes Kepler que fueron 40), sin la consciencia de ser Cristo y de vivir una vida prestada. Un ejercicio, pues, imposible. Esto nos deja con los dos restantes: Jesucristo, el hombre hecho de letras que se atestigua en los cuatro Evangelios canónicos, los muchos apócrifos, algunos pasajes de Flavio Josefo, de Tácito, y de los Rollos del Mar Muerto; y con Jesucristo, la idea que desprendemos de estas escrituras.
El Jesucristo de las escrituras es una entidad formada exclusivamente de palabras y que se construye a sí mismo en el devenir del texto. No es, pues, el mismo en todas estas textualidades: el de Marcos es radicalmente distinto al de Lucas y Juan, o al de Lope de Vega y al de Monty Python. Pero esto es una perogrullada. Lo verdaderamente interesante es reconocer que, así como todos son distintos, todos son igualmente relevantes en la constitución de otro personaje que está más allá de todos los personajes individuales de Cristo: un meta-Cristo, el que pertenece al inconsciente colectivo y que se transforma con cada nueva idea que se suma al Cristo-texto. Cada uno de ellos se configura dentro de los límites precisos de la obra en la que nace, pero agrega algo a la imagen social que nos hemos construido de él. Cristo es entonces muchos Cristos, y de cada uno de estos podemos hacer lecturas que justifiquen nuestras propias ideas sobre el personaje.
Todo esto es muy confuso, pero en esta confusión está el meollo del asunto. La maraña de testimonios, lecturas, conjunciones, y apropiaciones, han convertido a Cristo en un terreno fértil para las malinterpretaciones y la manipulación, ya que cada nueva persona que acude al personaje tiene la puerta franca para agregarle sus propios valores y utilizarlo para “argumentar”, según el procedimiento de autoridad. La Iglesia Católica lo ha hecho, sin duda, cuando enarbola la bandera del cristianismo para conseguir que los gobiernos doblen sus voluntades en favor del programa vaticano.
Pero no ha sido la única en intentar un monopolio de éste, el personaje más importante de todas las literaturas. Pongamos por ejemplo al poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. En su obra poética y en sus entrevistas, ha vuelto una y otra vez sobre la figura de Cristo. Pero el suyo es, aunque nos diga lo contrario, una malinterpretación intencionada de lo que ha leído, todo ello para defender sus propios fines políticos:
La sociedad comunista perfecta […] viene a ser lo mismo que el reino de Dios en la tierra. Yo no tengo otra cosa que predicar que el cristianismo y el marxismo, que para mí son la misma cosa.
Este procedimiento claramente ideológico se ha repetido desde que se escribió la primera línea sobre Cristo. Según Robert Eisler, por ejemplo, la escritura de los Evangelios fue la forma en la que los zelotas (un grupo nacionalista judío, del que eran parte Simón Apóstol, Marcos el Evangelista, y Juan el Bautista) se congració con el poder romano para evitar la persecución política. Después de ellos, Martín Lutero lo ocupó para promover un programa renovador de la Iglesia Romana y fundar su propia empresa; Felipe II, para justificar la preponderancia del pueblo español sobre todos los demás del orbe; Francisco de Quevedo, para darle un rostro más amable a su odio; Hitler, para perseguir a los judíos; Mikel Arriola para no permitir el matrimonio entre los homosexuales; y hasta López Obrador para hacer palatable su programa político a los sectores más reaccionarios de nuestro país. La historia de Cristo es la historia de las apropiaciones, de las reescrituras y de la ideologización.
Regresemos, pues, a la pregunta del principio: ¿en dónde está el Amor de Cristo? Donde convenga a quien hable de ese Amor. A lo mejor Jesús el Nazareno (si acaso existió, pues hay razones de sobra para creer que no es sino una alegoría encarnada) no hubiera visto nada de malo en que la gente usara sus agujeros para lo que más les complaciera. Sin embargo, eso no le importa a quien ocupa la figura del Cristo para legislar sobre los fluidos ajenos; a ellos les importa encontrar un pasaje borroso, sacarlo de contexto y acomodarlo a los propios fines. Recuerdo una máxima de la hermenéutica: “el texto, fuera de contexto, se convierte en pretexto”.
No nos sorprenda, entonces, el desconocimiento absoluto de la imagen física de Cristo. Es esto un síntoma de su naturaleza deliberadamente dúctil: si no sabemos cómo luce y, por añadidura, cómo piensa, podemos darle un rostro y una serie de valores. Al cristianismo y su tradición plástica, no lo olvidemos, le encanta jugar a las advocaciones: el Cristo Negro, el Cristo del Metro, el Niño Dios de los Enfermos y, en fin, todo el catálogo de vestiditos del Día de la Candelaria. Alguien ha dicho, no sin razón, que Jesús es su drag queen preferida. Como la de las drag queens, la esencia de Cristo, el personaje, se cumple en la superposición de las capas, no importa si exageradas, que impiden ver el rostro y reconocer la fisonomía, que transforman las facciones, la realzan y convierten en lo que mejor se acomode a sus necesidades.
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