A veces viven libres en el fondo
de un vaso de cartón.
Nadan con los torbellinos
de corrientes frías
y se estancan
cuando paramos de beber
después de comprobar
que todavía no se entibia el té.
En otros mares también habitan;
fríos, salados,
dulces, cálidos.
La adaptación los ha forzado
a acomodarse en sólidos
cuerpos inamovibles
a la espera de su desdicha.
Sin quererlo, con la boca los pescamos,
y en nuestra saliva termina su agonía.
La mayoría de las veces
ni cuenta nos damos
de que sus cuerpos se exhiben
en el blanco aparador
detrás de los labios,
e incluso hay veces que se atoran
entre las paredes de los dientes
molestando la vista
de nuestros acompañantes.
Jamás sentimos los cadáveres,
somos fosas que caminan.
Pero a ti no te importa
que mi boca sea la morgue,
ni los tipos de peces que resguardo;
sólo quieres entrar al anfiteatro,
cruzar las puertas de la muerte,
barrer y trapear
y desaparecer todo rastro de fatalidad
para que hasta la siguiente temporada
las estanterías de la pescadería
se mantengan blancas y limpias,
insípidas y lisas.
Hasta ahora (te) seguimos surtiendo.
La próxima pesca pronostica
tacos campechanos con todo
y salsa roja.
Imagen tomada de haisy-dazy