I. Ocaso
The Sun Machine is coming down,
and we’re gonna have a party
David Bowie, «Memory of a Free Festival»
Vi a la noche agazapándose
como un animal asustado
y a las madres tratando de sacarla de los rincones
con escobas
y ofreciéndole galletas.
El reflejo de cada cosa
se prepara
para su inmersión
en el ocaso perene.
Inalcanzable se hará
el sueño
para quienes capitanearon,
contra la exactitud del tiempo,
una batalla de insomnes.
¿Quién te enseña a vacilar
ante tal embrujo,
a acelerar tu pulso,
a dilatar las pupilas
para ver
dentro de toda grieta
a las sombras
lamiéndose las heridas?
Nadie se acostumbra
a este pasmo
en el rostro del alrededor
y se titubea, entre el escombro del atardecer,
queriendo hallarle sentido
a esta perpetuidad a medias tintas,
un timón con el cual
sortear esta pesadilla.
No queda más que mendigar
entre los recuerdos
por una puesta de sol
que presenciamos
—en Acapulco, en Venice Beach,
entre los tinacos de Ecatepec—
para repetirnos
que, en esta tierra tan rota,
alguna vez celebramos
la desaparición de la luz
sumergiéndonos en la penumbra,
emborrachados
con el deseo
de que ya nunca más amanezca.
II. Mediodía
A dream itself is but a shadow.
Shakespeare, Hamlet
es cuando les viene
el insomnio
a las sombras, a mediodía
no las invade la amnesia
de ensuciar con la estrechez de su abrazo
el rumbo dado por el hombre,
de besar el suelo donde pisa
como un amante
con fobias hacia el pudor
abrazos, besos
las privan de soñarse libres
de remedar—en negativo—a la carne
y volverse autómatas
en un mundo de caminantes y titubeos
que, entre ellas y nosotros, compartimos
(es su equivalente
a cuando soñamos con volar:
para ellas somos nuestros pájaros
—habitantes atónitos
de un reino repentinamente invadido
por la encarnación misma
de lo inverosímil—.)
dan vueltas en sus camas
de grietas y rincones,
aunando a su angustia
el paso de los segundos
y el descender, así,
el sol de su cénit
se rinden
y salen de sus madrigueras
para atarse a un hombre—cualquiera—
como al mástil de un barco
hundiéndose
III. Amanecer
Roto el hechizo,
entre retazos de luz,
deambulábamos
—zombis
buscando algo de humano
en el otro—,
tratando de verbalizar el deseo
con gruñidos y dentelladas,
la mirada perdida
ante la más grande sensación
de insuficiencia:
poco nos duró
anegarnos entre las tinieblas,
entrarle (con el corazón tibio,
la garganta seca y los brazos bien abiertos)
al envés
de nuestras ansias diurnas.
Habíamos retrocedido,
durante unas horas,
al mundo del lémur
y la musaraña,
a ver qué nos ofrecía
errar tan a ciegas
como nuestros ancestros
—sin el oráculo del sol
guiando pasos y atropellos,
sin el trino de gorriones
apuntalando la cordura—.
Al resguardo de ese tinte de gruta,
fuimos libres
del bipedismo, la vergüenza y el ruego,
hasta que alguien puso
la última canción
y empezaron a levantar las copas y vasos
y a vaciar, uno a uno,
los ceniceros rebosantes.
Fotografía de Nydia Lilian